sábado, 4 de mayo de 2019

POR QUÉ RECHAZAMOS EL FEMINISMO

Nuevo curso, 04/05/2019



Las reacciones adversas a nuestra crítica del feminismo han variado entre airadas acusaciones de sexismo y el reproche de «escribir demasiado» sobre el tema, desacuerdos que casi siempre confesaban el miedo a perder «la oportunidad» de «conectar» con un movimiento masivo e instalado en los medios… como corresponde a toda ideología de estado en implantación.


Proveniente del radicalismo puritano y liberal inglés, el primer feminismo abundó en imágenes (juana de arco) y colores (violeta) que buscaban la asociación con la castidad y la moral pequeñoburguesa de la época.

Hay quien acepta que el feminismo es un movimiento burgués, pero teme rechazarlo como tal. Sostienen que «feminismo» es un término muy vago y que, por lo tanto, no tiene sentido rechazar el feminismo en su conjunto. Nos dicen que aunque existe el feminismo burgués, es decir, el feminismo de la mujer burguesa y pequeñoburguesa, también existen quienes afirman un feminismo «de clase» o «marxista». Argumentan como prueba de que puede ser «proletarizado» el hecho de que sea un «significante vacío», que pueda, por tanto, significar casi cualquier cosa. Y bajo el argumento, domina el miedo a que rechazarlo signifique «separarse de las mujeres jóvenes», o simplemente, «alejar» a «las mujeres» en general. Para ellos aceptar, siquiera teóricamente, ciertos «tipos» o «sabores» del feminismo es sencillamente una cuestión de «imagen» y «relaciones públicas».

No podemos más que rechazar la noción de que las trabajadoras, simplemente por el hecho de ser mujeres, sean de alguna manera menos maduras políticamente que sus compañeros masculinos, menos capaces de llegar a posiciones de clase y, por lo tanto, de descubrir que el feminismo va contra sus intereses. Y, desde luego, no es menos destructiva la idea de que, al ser un término nebuloso, podemos «recuperarlo» o utilizarlo de manera oportunista para nuestros objetivos.


Campaña según la cual el acceso al trabajo, la universidad o los libros se la debemos agradecer a feministas… irrelevantes cuando eso pasó. Ya puestos podríamos agradecerles la jornada de 8 horas y que haga calor en verano.

Aunque de cara a la galería y el mensaje masivo se identifique al feminismo con la «liberación de la mujer» y la «igualdad», feminismo tiene una historia y un significado material y concreto. Porque al final hay una idea fundamental que comparten todos los «feminismos»: la existencia de un sujeto histórico y político, «las mujeres», «la mujer», que trasciende a las clases sociales y que supuestamente crearía intereses propios y comunes entre las mujeres al margen de su clase social y diferenciados de los de sus compañeros de clase.

Por eso la esencia del feminismo es la imaginación de una supuesta «comunidad de mujeres» que sobre intereses comunes, independientes de los de clase, construiría una «sororidad», es decir, una fraternidad de sexo. Dicho de otro modo: una «unión sagrada» exclusivamente femenina de mujeres burguesas, pequeñoburguesas y trabajadoras. En una palabra: colaboracionismo. Y de hecho, colaboracionista es el relato que informa toda la «teoría feminista», incluida la supuestamente «de clase».

El feminismo «de clase»


La clave para el triunfo de una nueva ideología es que refleje las necesidades de distintos sectores del capitalismo de estado hasta elevar el consenso a ideología de estado.

No es de extrañar que la «teoría feminista», la «de clase» incluida, sea elaborada fundamentalmente en las universidades. La última vez que lo comprobamos las universidades eran una parte del aparato del capitalismo de estado encargadas -especialmente las facultades de ciencias sociales- de reproducir y producir ideología. El mismo número de teóricas e instituciones -desde másteres a cátedras y desde observatorios estatales a seminarios subvencionados- involucradas en el desarrollo del feminismo «de clase» implicaría que si la tal clase fuera la clase trabajadora tendría un papel poco menos que hegemónico en la sociedad, porque si no, no habría manera de explicar tamaña capacidad de «infiltración».

Esta supuesta aplicación del marxismo parte de la necesidad de justificar una contradicción. Si existe un sujeto político tal «las mujeres», con intereses propios al margen de las clases actuales, debió existir en anteriores modos de producción. Pero si se mantuvo constante una misma forma de opresión -supuestamente el patriarcado– del esclavismo al feudalismo y de éste al capitalismo es porque de alguna manera las mujeres constituyen «algo parecido a una clase». Es decir, sufren formas de explotación propias y exclusivas que trascienden no solo las fronteras entre las clases sociales a las que las mujeres concretas pertenecen, sino los modos de producción de las sociedades históricas. Si esto fuera así, no hace falta ni decirlo, el materialismo histórico se desmoronaría como visión de conjunto de la historia de nuestra especie: en realidad solo habría habido un modo de producción con pequeñas variantes y no habría existido desarrollo humano verdadero.

Ni la evidencia ni la prudencia arredraron a nuestras valientes «marxistas» académicas. Abstrayeron una forma social constante -el trabajo doméstico- y un arquetipo ahistórico -el «ama de casa». La mujer trabajadora era un producto del capitalismo, aunque ahora supuestamente debamos a las feministas el acceso al trabajo asalariado. Les era ajena la mujer obrera que lucha con sus compañeros en el trabajo, que emigra, que contribuye a la historia de la Humanidad. Solo les interesaba el mundo de la mujer atrapada entre las cuatro paredes de su casa. Planteaban que la «cuestión de la mujer» se podía resolver analizando a las mujeres pequeñoburguesas -campesinas, tenderas, intelectuales- cuyo mundo era su hogar. Como apuntaba Rosa Luxemburgo, para la proletaria en cambio, parte de una clase universal, el mundo entero es su hogar.

El resultado del «feminismo de clase» no podía ser sino una serie de contradicciones grotescas:

-No solo necesita afirmar, sin base, que el trabajo doméstico es productivo, sino que también sostiene la noción errónea de que el precio de la fuerza de trabajo está determinado por él.

-Nos dice que una «huelga de mujeres», tendría sentido «de clase»

-Mira para otro lado cuando en España la reina «se une» a la «huelga» al mismo tiempo que en EEUU o Gran Bretaña redefine las huelgas que siempre han incluido a todos los trabajadores, como las de enseñanza o limpieza, como «huelgas de mujeres».

-Empeñadas en falsificar, desviar y dividir la lucha de clases, no tienen reparo en organizar la «huelga feminista» con los sindicatos, verdaderos expertos en el tema.

-Y si todo eso no bastara para que nos quedara claro que el «feminismo de clase» expresa los intereses de clase muy distintos de los de la clase trabajadora, consideran que el «trabajo sexual» es un trabajo como cualquier otro y batallan por su legalización.

Es difícil no darse cuenta de que todas estas posiciones están enraizadas en la «esencia» del feminismo, que no es «la lucha por la igualdad», sino el colaboracionismo de clase en el marco de la afirmación de una «comunidad» interclasista, «las mujeres», como sujeto político. ¿Hay feministas con otras posiciones? Sí, hay feministas con casi cualquier posición que podamos imaginar, pero siempre con al menos una en común: las mujeres trabajadoras tienen intereses propios y diferenciados de sus compañeros varones. La clase por tanto no sería realmente única y universal ni sería tampoco portadora de un proyecto universal, sino una especie de «confederación» o agregación de identidades.

La calculada «ambigüedad» feminista

En realidad, la ambigüedad del término «feminismo» es intencional, un blindaje retórico: el feminismo es «incriticable» porque, según nos dicen, estar en contra de él es estar contra de la abolición de la discriminación entre hombres y mujeres. Pero cuando la discusión se hace concreta, la colaboración de clases y la negación de la clase trabajadora como un único sujeto histórico y político se hacen evidentes. Y por si fuera poco, de las universidades y demás laboratorios ideológicos han salido tantas variantes que, llegadas a la discusión programática, se niega la posibilidad de la discusión porque el feminismo como tal ni siquiera existiría.

Pero el hecho de que cualquier cosa pueda ser feminista, es una expresión más del carácter burgués del feminismo. En el capitalismo de estado un movimiento tiene tanto valor como capacidad de encuadramiento sea capaz de desarrollar. Y como todos los movimientos pequeñoburgueses «de éxito», es decir, susceptibles de ser amparados y potenciados hasta la extenuación por el estado, es «flexible». Si el feminismo se consolida como ideología de estado es porque es capaz de convertir sin pudor los carteles del reclutamiento para las industrias de guerra y la carnicería imperialista en un símbolo «progresista»; la lucha de las pequeñoburguesas por ocupar puestos en la burguesía corporativa en «causa» universal por la igualdad y el «fin de la brecha salarial»; la prostitución y la gestación por encargo en intercambio igualitario, e incluso la misma palabra «igualdad» -que en la imaginación de los trabajadores significaba ausencia de pobreza y vejaciones- en «igualdad de género» en los consejos de administración.

¿Qué hacer con el feminismo?

El feminismo es hoy, junto con el ecologismo, el principal ariete ideológico de una nueva ofensiva de la burguesía. Para muchos siempre es tentador pensar que podrán «seguir la corriente» confusionista para, sin poner la mayor en cuestión, «recuperar» o «aportar consciencia» a cualquier movimiento capaz de sacar a la calle a «muchos trabajadores». Pero si nunca salió ni sale bien es por algo. Seguir la corriente, eso que los marxistas llamamos oportunismo, acaba difuminando las fronteras de clase entre mil ambigüedades y excusas. Y éso, que llamamos centrismo, es la antesala inmediata de la inutilización e invalidación definitiva de cualquier organización política que pretenda ser útil al desarrollo de la consciencia en la clase.

Ni hay «claridad» que pescar en la confusión, ni consciencia que pueda aportarse a un movimiento ajeno a nuestra clase que la difumina y la divide. Tampoco nos interesa «apaciguar» a nadie y menos a los «marxistas universitarios». Es más no podemos permitirnos no ir «contracorriente» cuando la corriente está alentada desde el estado. Somos parte de ese «movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual», estado de cosas del que el feminismo es parte y defensa.