martes, 31 de octubre de 2017

EL GRAN COLOCÓN DE LA GUERRA

Jacinto Antón
El País, 30/10/2017

[Gran artículo. Solo tengo una pega: alguien debería decir a los periodistas de El País que un epígrafe en negrita y en mayúsculas que dice EL MITO DEL "EJÉRCITO YONQUI" (y además ejército yonqui entre comillado) EN VIETNAM predispone al lector a encontrarse con una negación de la idea entrecomillada y sin embargo, después de afirmar en el epígrafe que es un mito que el ejército norteamericano en Vietnam fuera un ejército de yonquis, leemos más abajo que es cierto que era un ejército de yonquis. !Pero si además se hace acompañar el artículo con una foto de soldados americanos pinchándose heroina!... Por favor, señores de El País dejen de tomar el pelo al lector.]


Lukasz Kamienski pasa revista en un libro pionero al uso de las drogas en combate a lo largo de la historia, desde los hoplitas griegos hasta las fuerzas especiales de EE.UU.

No hay guerra sobria. Que en la guerra siempre se han usado drogas es sabido, Lo que no lo es tanto es la escala. De hecho, la mayoría de los guerreros de la historia han entrado en combate colocados de algo. Desde los hoplitas griegos (opio y vino) a los actuales pilotos de cazabombarderos estadounidenses (“pastillas go”: anfetaminas), pasando por los guerreros vikingos (hongos alucinógenos), los zulúes (extractos de diversas plantas “mágicas”) o los kamikazes japoneses (tokkou-jo,“pastillas de asalto”: metanfetamina), los combatientes de todas las épocas y clases han echado mano de alguna sustancia psicoactiva para enardecerse, mejorar el rendimiento, y vencer el miedo y ser capaces de luchar contra el enemigo con armas mortíferas, un trauma, matar y eventualmente morir, que significa un verdadero desafío a la naturaleza humana.

A explicar la historia social, cultural y política del uso de esas sustancias en el campo de batalla ha dedicado el profesor de la Facultad de Estudios Políticos e Internacionales de la Universidad Jaguelónica de Polonia Lukasz Kamienski (Cracovia, 1976) su libro Las drogas en la guerra (Crítica), una obra que cubre un gran vacío sobre el tema y que está llena de información apasionante y detalles impagables, como que la victoria británica en El Alamein tuvo que ver con el uso de la bencedrina —de la que Montgomery era un entusiasta—, y la de los marines en Tarawa con el speed. Kamienski apunta de pasada que Bismarck era un “asiduo morfinómano” y que John F. Kennedy se inyectaba dexedrina e iba colocado de speed durante la crisis de los misiles.

“La guerra es en buena medida inseparable de las drogas”, señala Kamienski, que no deja de recordar que la propia guerra es una droga. “A lo largo de la historia encontramos continúas referencias a hongos y plantas mágicos y a todo tipo de sustancias tóxicas que ayudan a los guerreros para inspirarles en la lucha, hacerlos mejores combatientes o contribuir a paliar los efectos físicos o psicológicos del combate. También para hacerles soportable el aburrimiento que a menudo conlleva la guerra. No digo que todos los guerreros de todos los ejércitos hayan usado y usen asistencia farmacológica, pero la melodía principal de la historia militar sí que tiene ese tono farmacológico. El homo furens es un homo narcoticus”

El estudioso, que considera que “la práctica de colocarse es entre los que combaten tan vieja como la propia guerra”, analiza el “subidón” bélico bajo varios aspectos: las drogas recetadas por las propias autoridades militares y distribuidas por ellas a los soldados (evidenciando una hipócrita doble moral), las autorrecetadas por los combatientes, y las utilizadas como herramientas de guerra (desde el uso hace tres milenios por los caldeos de humaredas de cáñamo indio para embotar al enemigo —con el riesgo de que te soplara el viento en contra—) hasta los planes estadounidenses durante la Guerra Fría para lanzar una lluvia de LSD sobre las tropas soviéticas. No menos descabellados han sido proyectos posteriores de EE UU como el de bombardear con feromonas a las fuerzas enemigas para descontrolar sexualmente a los soldados o el de usar viagra con los integrantes de las fuerzas especiales propias para hacerlos más agresivos.

Kamienski destaca el uso del alcohol, “el coraje líquido”, como “la droga más popular de cuantas han empleado los ejércitos” y “uno de los puntales” de las tropas de todos los tiempos (excepto, claro, las islámicas), al menos hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Se ha empleado, recuerda, como anestésico, estimulante, relajante y fortalecedor. No se entiende el imperio británico, señala, sin el ron, que se daba a los marinos y soldados, ni el ejército ruso sin el vodka, que propició victorias y también causó derrotas. En Chechenia los soldados llegaron a canjear blindados por cajas de vodka.

Las drogas en la guerra sigue el empleo de estas de manera cronológica, hasta llegar a las guerras actuales, con el ISIS colgado de captagón (fenetilina) y los estadounidenses usando el psicoestimulante de nueva generación modafinilo, muy eficaz para combatir la fatiga y la privación del sueño. Lo último, dice Kamienski, sin embargo, es “la neuroestimulación directa del cerebro”. El futuro, vaticina, apunta a una ciborgización de los soldados en vez de su yonquización.

El libro pasa revista a los guerreros griegos (que consumían opio disuelto en vino), a los asesinos nizaríes de Alamut asociados al hachís, y a los comedores de hongos y el furor berserker germano y escandinavo que relaciona con la ingesta de Amanita muscaria o A. pantherina, setas que también tomaban, sostiene, para luchar rabiosamente los tártaros.

Kamienski, que sonríe educadamente cuando se le comenta el uso de la poción mágica por los galos de Astérix, explica que Napoleón hubo de tomar medidas drásticas contra el hábito de consumir hachís de sus tropas en Egipto. Luego pasa revista a las guerras del opio y recalca la epidemia de adicción a la morfina que provocó la Guerra de Secesión estadounidense, donde se repartió a diestro y siniestro como panacea.

 En las guerras coloniales, según el estudioso, la mayoría de los pueblos guerreros que se enfrentaban a las potencias europeas iban definitivamente colocados. La élite guerrera zulú con dagra, variedad sudafricana euforizante del cannabis. La Primera Guerra Mundial fue la contienda de la cocaína, que consumían los ases de caza alemanes, se administró a los soldados australianos en Galípoli y se suministraba regularmente en general a las tropas británicas en forma de grageas Forced March (!).

La segunda contienda fue la del speed y la meta de la Wehrmacht, comercializada como pervitin. Los nazis buscaron un estimulante aún más poderoso, “una verdadera bala mágica”, en el DI-X, que probaron los comandos de Otto Skorzeny. Pero en realidad todos los ejércitos emplearon las anfetaminas. Caso especial, apunta Kamienski fue el de las tropas finlandesas, colocadas hasta las cejas con heroína, morfina y opio.

En el gran colocón de la Segunda Guerra Mundial, los únicos tradicionales fueron los soviéticos, fieles al vodka y la valeriana.

EL MITO DEL “EJÉRCITO YONQUI” EN VIETNAM

Kamienski dedica un amplio espacio a la Guera Fría, a la búsqueda de sustancias para colocar al enemigo y al “arsenal alucinógeno de los EE UU”, como el polvo de ángel, experimentado a menudo en soldados propios y en civiles sin que estos lo supieran. También sigue la verdadera obsesión paranoica para lograr un “suero de la verdad”.

La guerra del Vietnam es “la primera verdadera guerra farmacológica”, con un consumo entre el personal militar estadounidense que alcanzó cotas nunca vistas. El estudioso apunta que en 1973, año de la retirada de EE UU del país del sudeste asiático, el 70 % de los soldados tomaban algún estupefaciente, fuera marihuana, dexedrina, heroína, morfina, opio, sedantes o alucinógenos. El ejército llegó a poner en marcha un programa de análisis de orina masivos, denominado Operación Flujo Dorado (!). El coloque masivo fue lo que dio pie al mito del “ejército yonqui”, aunque el autor considera que el consumo de drogas, “en términos generales, no interfirió excesivamente en el rendimiento en combate”. En todo caso, solo unos pocos se consolaban en Vietnam escribiendo a casa y escuchando a Barbra Streisand.