sábado, 27 de octubre de 2018

UN AÑO DEL MOVIMIENTO #METOO

David Walsh
Trad. por Tommaso della Macchina


El movimiento #MeToo cumple un año este mes. Los artículos en el New York Times y en la revista New Yorker detallando las acusaciones contra el productor de Hollywood Harvey Weinstein abrieron la campaña. Docenas y docenas de acusaciones han seguido.

La ostensible meta de este floreciente movimiento es combatir el acoso y las agresiones sexuales, es decir, estimular la aparición medidas de progreso social. Sin embargo, los medios represivos y regresivos a los que se ha recurrido – incluyendo denuncias sin fundamento y a menudo anónimas y los constantes ataques a la presunción de inocencia y a los procedimientos legales – desmienten las reivindicaciones “progresistas”. Tales métodos son las señas de identidad de un movimiento antidemocrático y autoritario, y un movimiento, además, que deliberadamente desvía la atención sobre la inequidad social, los ataques a la clase obrera, la amenaza de una guerra y otros grandes temas sociales y políticos del momento.

En vez de generar mejoras sociales el movimiento #MeToo, muy al contrario, ha contribuido a dinamitar los derechos democráticos, ha creado una atmósfera de intimidación y miedo y ha destruido las reputaciones y las trayectorias profesionales de un considerable número de artistas y otras personas. Se ha unido a la estrategia oposición del Partido Demócrata a la administración Trump y a los republicanos desde una posicionamiento de extrema derecha.

La histeria sexual se ha centrado en Hollywwod y los medios de comunicación, aéreas en donde casualmente el subjetivismo, el extremo egocentrismo y el ansia de estar en el candelero abundan.

La caza de brujas mccartista encontró tan poca oposición a finales de la década de los 40 del siglo pasado en Hollywood en gran medida porque la falta de preparación política de la izquierda artístico-intelectual, bajo la influencia del estalinismo y el frentepopulismo. Sin embargo, combinado con eso, estaba también el hecho de que, para salvar sus carreras profesionales –y sus piscinas, como en el famoso chiste de Orson Welles- hubo individuos que de manera oportunista se volvieron contra amigos y compañeros de trabajo, “dieron nombres” y rompieron relaciones, a menudo aparentemente sin ningún escrúpulo. Hay que recordar la frase inmortal del actor James Dean, “explicando” por qué consintió trabajar con el director-soplón Elia Kazan, sobre del cual él se había expresado con desprecio: “él me hizo una estrella”. Ahora ya somos perros viejos.

No debemos hacernos ilusiones acerca de la moralidad que ha prevalecido en la industria del cine y las que se relacionan con ésta. Muchos hombres y mujeres jóvenes y atractivos, ansiosos de fama, se encuentran a merced de influyentes o incluso relativamente humildes figuras que les pueden enchufar, hombres y a veces mujeres que parecen tener el control de sus destinos futuros. Ésta es una situación que se presta al abuso. No tiene que ver en principio con el sexo sino con el ansia de poder. 

Esto llevaría a un contemporáneo Theodore Dreiser o F. Scott Fitzgerald a escribir acerca del tipo de fantasía sobre el mundo dorado de la fama -y el pánico a no participar en él- que mueve a un gran número de gente en EE.UU., especialmente bajo condiciones en las que para muchos la alternativa parece ser el abismo económico o psíquico.

(Clyde Griffiths en La tragedia americana de Dreiser: “Se sentía tan fuera de ello, tan solo y agotado y machacado por todo lo que vio allí, pues adonde quiera que mirara parecía ver, amor, romance, felicidad. ¿Qué hacer? ¿A dónde ir? Él no podía seguir solo de esta manera para siempre. Era demasiado desgraciado… Era demasiado duro ser pobre, no tener dinero y posición y ser capaz de hacer en la vida exactamente lo que quisieres… Adiós al efecto de la opulencia, la belleza, el privilegiado estatus social al que él tanto aspiraba sobre un temperamento que era cambiante e inestable como el agua… Qué maravilloso ser de ese mundo”)



Que nadie sea ingenuo en cuanto al grado en el que muchos aspirantes consienten la actividad sexual en nombre del éxito profesional, justificándolo como uno de los desagradables costes típicamente asociados a “llegar a lo alto”, o incluso lavando la cara a ciertas situaciones que precisan del autoengaño, lo cual en el fondo no implica nada más que movimientos fríos y calculados envueltos en un aura cuasi-romántica. 

La vergüenza y el remordimiento puede que lleguen más tarde, especialmente si las cosas no van demasiado bien. La gente, incluyendo las actrices cuyas carreras profesionales –aunque no por culpa suya en muchos casos- están estancadas o en declive, puede que concentre ciega y vengativamente su decepción o desilusión con Hollywood retroactivamente sobre figuras como Weinstein. (Además, como ya hemos precisado antes, en algunos casos la campaña contra la mala conducta sexual ha devuelto carreras profesionales a la vida y ha abierto nuevas posibilidades financieras. Es ridículo seguir alabando la valentía de las acusadoras que han dado un paso al frente, cuando éstas generalmente han recibido el aplauso del público y les ha salido la jugada bastante redonda.)

Uno no tiene especial motivo para pensar bien de la nueva hornada de personalidades cinematográficas, que han perseguido el éxito bajo malas condiciones artísticas e ideológicas, donde la indiferencia social y el egocentrismo han sido trasformados en virtudes positivas. Como escribimos el año pasado, “para ser totalmente sincero, hay una gran diferencia entre la situación a la que se enfrenta una mujer de clase trabajadora, por un lado, para la cual ceder a la presiones sexuales en una fábrica o en una oficina puede ser virtualmente un asunto de vida o muerte, y las opciones abiertas a alguien del mundo del espectáculo, por otra parte, que sigue el juego cuando le conviene ascender profesionalmente.”

En su ira y su desorientación, a un buen número de partidarios de #MeToo se les ha ocurrido la idea que “hay que creer a las mujeres” cuando acusan a alguien de mala conducta sexual, incluso si no hay ninguna otra prueba. Es una realidad dolorosa que hay ciertas situaciones que pueden, sobre todo a posteriori, depender de la palabra de una de las partes contra la palabra de la otra. Esto indudablemente deja abierta la posibilidad de que ciertos infractores puedan eludir el castigo.

Pero la alternativa –fiarse tan solo de la palabra de quien acusa– es peor y se burla de la presunción de inocencia o incluso de que el requerimiento de la preponderancia de las pruebas debe ser lo que indique la culpabilidad. Por tanto, estamos ciertamente en el terreno de la caza de brujas y de las turbas linchadoras. 

Como los hombres, las mujeres mienten –como en los tristemente famosos episodios de los casos de los chicos de Scottsboro y Emmett Till, junto con los más recientes que tenían que ver con Tawana Brawley, falsas acusaciones contra el equipo de lacrosse de Duke, “Jakie” en la universidad de Virginia y los cargos contra la celebridad de la CBC Jian Ghomeshi– demuestran.

Precisamente porque las mujeres se enfrentan a sanciones particularmente hipócritas por tipos de conductas sexuales poco ortodoxas o mal vistas, tienen un incentivo para mentir ante ciertas circunstancias.

De la misma manera, uno además estaría simplemente ignorando la realidad social y psicológica al ignorar la verdad del comentario del novelista Alfred Döblin de que precisamente porque las mujeres constituyen “un sexo pisoteado que sigue luchando para afirmarse”, como los “terrosristas”, éstas “no descartan los actos de violencia más inhumanos”. La venganza puede ser una expresión vuelta del revés de condiciones dolorosas y oprimidas social o psicológicamente pero eso no la ennoblece o legitima como para hacer un programa de ello. “No me importa que hombres inocentes se enfrenten a un castigo porque las mujeres hemos sufrido mucho”. El mensaje subyacente al comentario feminista es un eslogan terrible y vergonzoso sin el menor contenido progresista.

The Economist recientemente informó de los resultados de dos sondeos llevados a cabo en noviembre de 2017 y septiembre de 2018, que indican que “la tormenta de alegaciones, confesiones y despidos del último año ha hecho a los EE.UU. más escéptico respecto al acoso sexual.” La revista escribió: “la proporción de adultos americanos que hace 20 años respondían que los hombres que acosan sexualmente a mujeres en el trabajo deben mantener sus puestos de trabajo ha subido del 28 al 36 por ciento. El porcentaje de los que piensan que las mujeres que se quejan de acoso sexual causan más problemas de los que resuelven ha crecido del 29 al 31 por ciento. Y el 18 por ciento de los americanos ahora piensan que las falsas acusaciones de agresión sexual son un problema mayor que las agresiones que no se denuncian o castigan.” El artículo añadía, “estos cambios de opinión contra las víctimas han estado ligeramente más marcados en las mujeres que en los hombres.”

Este creciente escepticismo por parte del público en general, que cada vez más tiende a ver a celebridades como Rose McGowan, Asia Argento y otras como trepas neuróticas o algo peor, tiene generalmente un componente saludable. Es también uno de los factores tras el fortalecimiento de la retórica y la histeria en #MeToo, en el Partido Demócrata y en los círculos de la pseudo-izquierda durante la confrontación Brett Kavanaugh-Christine Blasey Ford. Estas fuerzas no han en absoluto podido convencer al público americano, y ahora cada vez más gente tiende a reprenderles.

Sin embargo, sus esfuerzos tienen consecuencias. En tanto que las deshonestas y sensacionalistas “revelaciones” periodísticas de Ronan Farrow en el New Yorker, de la plantilla del New York Times y otros se no se desmonten, que bien podría hacerse, esto dinamitará las denuncias y acusaciones de las genuinas víctimas de los abusos sexuales y generará el peligro de una reacción violenta en contra. La temeridad de Farrow, Jessica Valenti, Rebecca Traister y compañía en este respecto es puramente otra expresión de su profunda y pequeño burguesa indiferencia frente al destino del grueso de la población, incluida su mitad femenina.

La agresión sexual y la violencia, la mayoría contra las mujeres, son fenómenos sociales graves y terribles, da igual qué estadísticas elijamos para basarnos. La invasión del cuerpo propio es una de las más dañinas y humillantes experiencias posibles. El abuso sexual expresa la brutalidad de la sociedad de clases en una de las formas en las que se muestra en la vida cotidiana de los individuos y las comunidades.

Las mujeres pobres e inmigrantes, las socialmente indefensas y desposeídas, generalmente, las más jóvenes, las que están a merced de los ricos y los poderosos, ésas que dependen de sus patronos o de funcionarios del estado, son las más vulnerables. Sin embargo, la violencia dentro de los oprimidos es también un hecho vital de la sociedad burguesa. Aquellos que han sido maltratados pueden maltratar a otros. Los estudios revelan que, por ejemplo, se ha experimentado un pronunciado incremento de la violencia doméstica en familias donde ha habido despidos.

En cualquier caso, a pesar de las ocasionales palabras bonitas, nadie en los movimientos #MeToo y Time’s Up, ahora liderado por individualidades ricas e influyentes como Tina Tchen, antigua asesora de Barack Obama, se dirige a las mujeres de clase obrera, que están dejadas a su suerte.

En definitiva, #MeToo es una respuesta reaccionaria a un problema social real.

La vacuidad de las quejas feministas de clase media acerca de la arbitrariedad e injusticia de la sociedad actual se pone en evidencia por su carácter selectivo. No se preocupan por los miles de hombres que mueren en accidentes industriales o las decenas de hombres y chicos que mueren por sobredosis de opiáceos o se suicidan anualmente. Ese sufrimiento no interesa, junto con el caos mortal causado por todas las intervenciones militares americanas en todo el planeta, a menudo llevadas a cabo en nombre de los “derechos humanos” o incluso de los “derechos de las mujeres.”

Quienes se quejan más alto tienden a tener menos por lo que quejarse. Las mujeres profesionales han dado grandes pasos en las últimas décadas. Según la investigadora y académica del Reino Unido Alison Wolf, “entre los hombres y mujeres jóvenes [en los países de capitalismo avanzado] con los mismos niveles educativos, que ha dedicado también el mismo tiempo a la misma ocupación, no hay brecha salarial entre géneros”, aunque las mujeres continúan siendo castigadas económicamente por si tienen hijos (a no ser que sean tremendamente ricas).

El número de abogadas, doctoras, dentistas, contables y otras se ha disparado en los años recientes. Wolf explica que en los EE.UU., “las mujeres que ejercen la abogacía han ido del 3 por ciento en los años 70 al 40 por ciento hoy día y son más de la mitad de los estudiantes de derecho.” La Fundación Rusell Sage apunta que “el número de títulos profesionales conseguidos por hombres ha bajado ligeramente (de 40.229 en 1982 a 34.661 en 2010), mientras que los títulos profesionales conseguidos por mujeres se han incrementado en casi 20 veces más –de 1.534 títulos en 1970 a 30.289 en 2010.”

Una parte de esta nueva capa social próspera e independiente tiene hambre de más, ve a los hombres todavía mejor situados en el poder como rivales que han de ser desplazados –si es necesario por medios despiadados y poco éticos. Esta feroz lucha intestina, este barrido de un género por otro, dentro de esta clase media alta, irrumpe en los titulares de prensa en la forma del movimiento #MeToo y los numerosos intentos de destituir a figuras mediáticas y académicas usando acusaciones de mala conducta sexual muchas de los cuales se han demostrado que son exageradas o inventadas.

La socialista alemana Clara Zetkin se remonta tan lejos como al año 1985, en que “las demandas de género al desarrollar una ocupación” de las mujeres burguesas “no significan nada más que la materialización de la libre competencia y el libre mercado entre hombres y mujeres. La materialización de esta demanda despierta un conflicto de interés entre las mujeres y los hombres de la clase media y la intelligentsia”. Por otra parte, “la lucha de liberación de la mujer proletaria no puede ser –como lo es para la mujer burguesa– una lucha contra los hombres de su propia clase.” Ésta “lucha codo con codo con los hombres de su propia clase.”

Para justificar y facilitar su avance a expensas de los supuestamente bestiales y depredadores varones, las feministas de #MeToo han intentado imponer su propio código moral. Éste tiene poco que ver con la salvaguarda de las mujeres en general y con la seguridad en el puesto de trabajo en particular. No ha tenido ningún impacto positivo en el puesto de trabajo en los EE.UU., donde prevalecen condiciones tiránicas –cada vez más parecidas a las de finales del siglo XIX y principios del XX– para ambos géneros.

Uno de los aspectos más perniciosos de la caza de brujas sexual ha sido el esfuerzo de estigmatizar una amplia gama de actividades sexuales, “incluyendo” como hemos apuntado, “muchas que reflejan ambigüedades y complejidades de las interacciones humanas.”

En un triste y sórdido revival del puritanismo americano o el victorianismo, hombres importantes han sido denunciado por promiscuidad (por ejemplo, por “citas en serie”), adulterio y en un caso publicitado a nivel nacional, “coqueteo que se desvía bruscamente hacia terrenos sexuales, proposiciones sexuales indeseadas y relaciones sexuales consentidas acabadas abruptamente” (es decir, ¡la interrupción de una relación sin haberlo advertido suficientemente!)

Asociado a todo esto está el antidemocrático y espurio esfuerzo de criminalizar las experiencias del “sexo de la zona gris” – aquellas, por ejemplo, donde dos personas acuerdan acostarse, pero una se arrepiente después de hacerlo. Así, tenemos el desagradable ataque contra el cómico Aziz Ansari por parte de una mujer que tuvo un insatisfactorio encuentro con él y corrió a quejarse a una periodista sobre ello –“3000 palabras de porno vengativo”, en las palabras de la columnista del Atlantic Caitlin Flanagan. “El detalle clínico con el que la historia está narrada está pensado no tanto para validar su relato como para herir y humillar a Ansari”, prosigue Flanagan. “Juntas, las dos mujeres [incluida la periodista] podían haber destruido la carrera de Ansari, lo que constituye hoy día el castigo para cualquier mala conducta sexual, desde lo grotesco a lo decepcionante.”

En la onda de perseguir la destrucción, un deplorable artículo de  Julianne Escobedo Shepherd en Jezebel nos informa que “el nuevo derrotero de #MeToo pasa por una visión más profunda de las experiencias más comunes y difíciles de definir. Está dirigiendo su mirada a un mundo más equitativo en el cual las mujeres y otros géneros marginalizados puedan vivir con menos miedo, excavando en las zonas grises y formándonos a todos en el daño que éstas causan… ¿Cómo hablamos de comportamientos que son dañinos y no equitativos pero no son ilegales? ¿Cómo hablamos de las mujeres afectadas por éstos? ¿Y qué pasa cuando las acusaciones de tales comportamientos se hacen contra alguien que se supone que es un aliado?”.

Ésta es la “frontera sin ley”, como ha argumentado W[orld] S[ocialist] Web] S[ite], donde “el castigo será infligido a través de la humillación y el ridículo públicos”, y donde lo “subjetivo, personal y arbitrario están siendo potenciados como una base alternativa para establecer la responsabilidad criminal.”

El “área gris” debe también incluir varias formas de titubeo y falta de entendimiento sexual incluyendo hacer proposiciones no bienvenidas o no deseadas, las cuales, si se prohíben, podrían fin a cualquier tipo de relación futura.

Categorizar cada paso en falso o palabra mal elegida como una forma de abuso es un absurdo inhumano y reaccionario, que, de ser tomado completamente en serio, hará un tremendo daño a las mentes de incontables jóvenes mujeres y hombres en particular.

Mientras tanto, la lucha diaria para ganarse el sustento, para dar ropa y cobijo a una familia y manejarse en un entorno social y político inestable preocupa a la inmensa mayoría de la clase trabajadora, mujeres y hombres. Y por encima de todo, un número cada vez más grande se está dando cuenta de que es necesario un cambio radical en el orden social en su conjunto.

Pero las cazadoras de brujas de #MeToo no son parte de esta lucha terriblemente hostil.