Miguel Candel
Cuando los «tuyos», mujer u hombre de izquierdas, se meten contigo más que los de derechas, es que algo anda mal ―pero que muy mal― en la izquierda.
Vaya descubrimiento, dirá más de uno: la izquierda anda mal, como mínimo, desde el congreso de Bad Godesberg y desde que los «treinta gloriosos» hicieron creer a muchos que el capitalismo se había reformado y el estado de malestar permanente de la clase trabajadora había dado paso a un permanente Estado del bienestar. En efecto, cualquiera con cuatro bits de conocimientos de cocina sabe que para cocer garbanzos hay primero que tenerlos un buen rato en remojo, a fin de ablandarlos. El «remojo» de los trabajadores de los países industrializados fueron precisamente los treinta gloriosos y el Estado del bienestar. Luego, en los 80, llegaron Thatcher y Reagan, escurrieron los garbanzos y los metieron en la olla. Y así hasta nueva orden (orden que ni ha llegado ni los cocineros esperan que llegue jamás).
Entretanto se fue por el desagüe la Unión Soviética, sus países «hermanos» dijeron que estaban hartos de hacer el «primo» y la izquierda occidental empezó a sentirse representada fundamentalmente por Woody Allen. Para facilitar el cambio de época, y tal como observó Marcuse en El hombre unidimensional, hacía ya un tiempo que los señores habían dejado de usar sombrero y los currantes boina o gorra, de modo que todas las cabecitas parecían iguales ante Dios-Capital.
El remojo de los treinta gloriosos, además de reblandecer, había hecho engordar un poquito los garbanzos. Algunos más que otros, claro, que la cocina no es una ciencia exacta (con permiso de Arguiñano). De modo que los más gorditos empezaron a creérselo y formaron una clase garbancera autodenominada «clase media» (de hecho, parece que en los Estados Unidos y sus clones hasta el trabajador más puteado se considera de clase media).
Así que los cocineros creyeron llegado el momento de meter todos los garbanzos, duros, blandos, cocidos y a medio cocer, en la gran TINA dispuesta al efecto, ésa cuya etiqueta reza: «Economía de mercado (la única posible)», para irlos sacando y sirviendo en los menús de empresa, a demanda.
Como pasa siempre, nunca llueve (o cuece) a gusto de todos. De modo que, para disgusto de los cocineros, en ese proceso han ido quedando algunos (poquitos, muy poquitos) garbanzos duros que entorpecen (también un poquito) la masticación empresarial. Para evitar el incordio que representan (y sin excluir del todo su trituración por las bravas, que de eso siempre están a tiempo) los cocineros han pensado que lo mejor era señalarlos convenientemente a base de reducir el resto a una buena crema de garbanzos, un delicado hummus del que fuera fácil separar y aislar aquellos irreductibles nódulos. Ese hummus es la izquierda posmoderna.
Pero dejemos aquí las metáforas, no sea que algún lector se pierda por los recovecos del lenguaje oblicuo; aunque pienso, como Ortega, que la metáfora y la alegoría realzan los contornos de la realidad mediante ellas descrita con más fuerza y veracidad de fondo que el lenguaje anodino de las mal llamadas descripciones «literales» (que más apropiado sería llamar «convencionales»).
Y puestos a expresarnos lo más directamente posible, fuerte es la tentación de componer el resto de esta reflexión a base de fragmentos extraídos de la serie de artículos que sobre el nuevo fantasma que recorre Europa, el rojipardismo, ha publicado la revista El Viejo Topo («El Topo», para los amigos) en su último número, el 412, de mayo de 2022, entre los que destacan, para mi gusto, los firmados por Guillermo del Valle y por Genís Plana, respectivamente. Artículos que los cuatro garbanzos duros residuales e inasequibles al desaliento (perdón por la cita parda) de este país harían bien en leer. En todo caso me permito reproducir los fragmentos siguientes extraídos del segundo de los textos aludidos, aplicable especialmente (aunque no únicamente) al caso de España:
La renuncia a administrar públicamente las empresas de recursos y servicios estratégicos; la paulatina desregulación del mercado de trabajo, la acelerada desindustrialización y, por ello, dependencia del mercado exterior; la incorporación de fuerza de trabajo extranjera como mecanismo de contención salarial; la relajación de la carga impositiva sobre ganancias de capitales, rentas altas y beneficios de sociedades, etcétera (…) posibilitó que el Capital se liberase de las regulaciones del Estado, lo que contribuyó al fracaso del objetivo político medular de los sindicatos y partidos de la clase trabajadora: democratizar los espacios de la economía. Y la derrota histórica que sufrió la organización de las fuerzas populares tuvo obvias repercusiones en sus marcos ideológicos.
Haciendo de la necesidad virtud, el activismo de izquierdas tendió a refugiarse en aspectos cada vez más intimistas, singulares, extravagantes… (…) Se refugió en demandas particulares o aspectos idiosincráticos de colectivos minoritarios, específicamente marginados y/o históricamente discriminados, con la subsiguiente incapacidad de articular proyectos lo suficientemente inclusivos como para dar respuesta al conjunto amplio de los sectores subalternos y de las clases trabajadoras (pág. 61).
Lo que se describe en los párrafos citados no es exactamente la aplicación del cínico eslogan «si no puedes con ellos, únete a ellos». No, al menos, subjetivamente, es decir visto desde la conciencia que la izquierda posmoderna tiene de sí misma. Pero sí objetivamente y desde la conciencia que las élites gestoras del sistema económico tienen del asunto. No necesitan para ello un consejo de administración planetario que imparta directrices (aunque no carecen de instancias que van en esa línea: comisiones trilaterales, clubes Bilderberg o de Davos, G5, G6, G7… y todos los G que hagan falta; eso sin contar las instituciones permanentes de nivel gubernamental o superior, como la UE, las redes diplomáticas que canalizan eficazmente las presiones procedentes, por ejemplo, de Washington y, last but not least, bastantes ONG que presuntamente no quitan ni ponen rey, pero ayudan a su señor). Hace tiempo se sabe que no hace falta que la propaganda política llegue directamente a todos y cada uno de los individuos: basta con «tocar» a los «líderes de opinión». Y, sobre todo, no hace falta que la gente tenga plena conciencia de lo que hace y decida hacerlo: las moléculas de una olla de agua en ebullición (y los pobres garbanzos de la alegoría) no necesitan tomar ninguna decisión consciente para realizar con toda exactitud los movimientos de convección que las leyes físicas les imponen. En conjuntos de individuos del orden de magnitud de las moléculas de agua de una olla las leyes estadísticas se cumplen sin excepción como leyes estrictas y rigurosas, al neutralizarse recíprocamente todas las desviaciones (corolario: si los grupos humanos fueran de esos órdenes de magnitud, su comportamiento sería igualmente determinista, por mucha diversidad individual que contuvieran). Por suerte, los grupos humanos seguimos lejos del número de Avogadro, de manera que cierto porcentaje de desviaciones individuales respecto de la conducta del rebaño puede llegar a ser significativo.
Pero no parece que la izquierda posmoderna se componga de ese tipo de individuos rebeldes. Todo lo contrario: suele ser, aun sin querer, la más firme y fiel aliada del poder real al descalificar, cuando no combatir directamente, a los enemigos del sistema que se niegan a dejar de mirar la Luna de la explotación y a fijarse, en cambio, como tan a menudo hace la izquierda «innovadora», en el «rancio» dedo que señala al astro. Claro, los seguidores de esa izquierda «cool» están tan seguros de que las reivindicaciones que presentan son justas que no les cabe en la cabeza que puedan estar peleando en el bando de la injusticia, sobre todo cuando la derecha obtusa (adjetivo que en España hay que entender preferentemente como explicativo, no como especificativo) se ceba en ellos con todo tipo de ataques y tildándolos de «rojos», «comunistas, etc. (falsedad que es lo único que los aludidos parecen creerse del discurso de la derecha). Y lo cierto es que tienen razón al considerar justas sus reivindicaciones una por una (con excepciones, por supuesto). Su error consiste en no ver que la política no tiene sólo semántica, sino también sintaxis. Mejor dicho, que la semántica está internamente condicionada por la sintaxis: lo significativo es decir «el caballo corre», no «el correr es caballo». Pues bien, la sintaxis de la política es el orden de prioridades entre los objetivos por los que se lucha. Poner, por ejemplo, los supuestos «derechos» de los animales por delante de los derechos de los trabajadores no es trabajar en beneficio de los animales, sino en beneficio de los explotadores de seres humanos. Y antes de meterse con el supuesto machismo de la gramática hay que meterse con quienes pagan menos a una mujer que a un hombre por el mismo trabajo.
Si hiciéramos un análisis social riguroso de los sectores que se identifican con la izquierda posmoderna, seguramente veríamos (hay ya trabajos en esa línea) que abundan (quizá incluso predominan) los individuos de clase media baja, generalmente jóvenes (aunque tampoco faltan maduritos con complejo de Peter Pan), con estudios, a menudo superiores, pero con dificultades para su inserción laboral en los sectores productivos directos o de servicios más directamente ligados a la producción. Ahora bien, como suelo decir, la llamada clase media es sólo media clase, una clase a medias, una clase «desclasada» con graves problemas de «identidad», por lo general envidiosa de los de arriba y temerosa de los de abajo.
Indefinición de la clase media que, de existir una clase obrera segura de sí misma y mínimamente aguerrida, no sería un problema para los objetivos de la izquierda, pues la historia demuestra que en esos casos una buena parte de las capas medias secundan al proletariado. Pero aquí se hace patente el círculo vicioso en que nos encontramos: para que esa clase trabajadora cobre conciencia de su fuerza e irrumpa como agente social de cambio, es preciso que exista una organización que le sirva de referencia. De entrada necesita los sindicatos (cuya debilidad actual es notoria, como ha puesto de manifiesto el pobre contenido de la última minirreforma laboral); pero también, dado que la lucha política se canaliza en buena medida a través de elecciones, necesita partidos políticos de izquierda (mejor uno que cincuenta) que, en vez de dedicarse a pintar con purpurina dorada la jaula social en que el sistema económico tiene confinados a los verdaderos productores de la riqueza, se comprometa seriamente a romper los barrotes.
Mientras no sea así, amigos de la izquierda de plastilina tutti colori, andad con cuidado al llamarnos rojipardos. Porque con ese adjetivo rima otro mucho más preciso, del que os estáis haciendo acreedores como perfectos ejecutores del programa de renovación-perpetuación del dominio de la derecha económica y social, consistente en cambiarlo todo para que todo (lo esencial) siga igual: gatopardos.
(A propósito, un servidor apenas lee novela; pero para este verano tengo programado leer Feria.)
Miguel Candel