jueves, 14 de mayo de 2020

¿QUÉ SIGNIFICA LO QUE PASÓ EN EL BARRIO DE SALAMANCA?

Nuevo Curso, 14/05/2020


Según el relato oficial de la RTVE, después del show nacionalista y creepy de todos los días a las ocho -himno, aplausos, «resistiré», marcha fúnebre militar- un grupo de vecinos de la calle Núñez de Balboa fue a felicitar a tan original DJ que, por lo visto, daba por finalizada la temporada y se despedía de su público. Inmediatamente apareció la policía a disolverlos y su presencia propició un adelanto de «la cacerolada de las nueve», convirtiendo a los vecinos concentrados en una manifestación espontánea apoyada desde los balcones al grito de «¡Comunistas fuera!», «¡Libertad!» y «¡Gobierno dimisión!».

Otros medios ofrecieron casi inmediatamente relatos ligeramente diferentes en los que se dejaba entrever la crispación de fondo, el deseo de ejercer una cierta «desobediencia civil» y que había «más periodistas que manifestantes». Y es que en realidad, estaban esperándolo. La policía viene tiempo temiendo eclosiones callejeras de la derecha más cercana a Vox y advirtiendo al gobierno de que el verano y el otoño pueden estar protagonizados por la protesta de la pequeña burguesía por un lado y el ascenso de una oleada de huelgas por otro.

La Policía Nacional y la Guardia Civil han trasladado a Interior que, tras los meses de verano, se prevé un escenario de movilizaciones contra el Ejecutivo, reivindicaciones de carácter laboral y una nueva ofensiva del independentismo catalán. Las peores proyecciones apuntan incluso a una situación de gran factura social y una profunda erosión de las instituciones con efectos desestabilizadores más preocupantes.

La rebelión del Barbour

En los barrios de la pequeña burguesía por todo el país la impotencia y la rabia vienen in crescendo desde hace semanas. Lo que cambia de una ciudad a otra y de un perfil a otro es como se procesa políticamente. No es muy reflexivo: no hay argumentarios elaborados sobre la pandemia y sus efectos. El descontento se expresa como indignación genérica, con focos variables en pequeñas anécdotas mediáticas, para reafirmar posiciones ideológicas anteriores. En «Quatre Torres» en Barcelona la angustia se torna en reproche a la recentralización que supuso el estado de sitio. Que la «desescalada» se haga por provincias lleva a interminables ejemplos sobre la diversidad dentro de cada una como si fuera un hecho limitado a las provincias catalanas. El relato, a todas luces menor, se vive con una pasión y una crispación incomprensibles sin un largo contexto previo a la pandemia.

La versión «Barrio de Salamanca» de esta misma clase es esa pequeña burguesía de Oviedo, Valladolid, Sevilla o Murcia que pasea disfrazada con ropas de montería y complementos de Barbour y que en su día idolatró a Aznar, uno de los suyos. Llevan desde que comenzó la pandemia una intensa vida en Whatsapp. Sincronizados por las radios conservadoras en la mañana, comparten audios viejos de Pablo Iglesias como si fueran bebidas de taurina, memes variados con consignas sobre el gobierno que «nos quiere callar» y consignas llenas de ese anticomunismo primario que hasta hace poco era exclusivo de la oposición venezolana en el exilio. Se sienten despojados. Despojados por la evolución de un sistema político que repartió tanto entre los gobiernos regionales que no les permite ya reconocer al estado más que en sus cuerpos armados; se sienten despojados de identidad nacional, pero también de identidad íntima por la elevación del feminismo a ideología de estado. Y sobre todo se sienten despojados por la evolución del sistema económico y la crisis. Se sienten solidarios con el agricultor -otra familia de la pequeña burguesía-, con el tendero «de toda la vida» que tiene que cerrar su negocio, con el amigo dueño de restaurantes o de gasolineras en el pueblo al que van de caza que «lo está pasando mal» con el confinamiento. Y lo hace porque también él lo está pasando mal: la banca y el sector financiero ya no reclutan cuadros medios en masa y menos aun de cierta edad, las inversiones que hizo en pisos o en acciones ya no rentan, sus hijos -formados en escuelas privadas- no tienen expectativas equivalentes a las que él tenía a su edad.

Algo muy significativo, el Spexit no le llama. Sigue siendo un «neoliberal», chovinista y globalista al mismo tiempo. Su perspectiva global es aun más pobre y derrotista que la de los medios porque la política es eso que se dirime en los informativos matutinos, con su división temática estricta en la que las noticias nacionales pertenecen a un mundo propio, «distinto y distante» de las internacionales. Los «de fuera» no son parte del «problema», que acaba siendo siempre el gobierno. Como el independentista, le da la razón a los tópicos nordistas más burros porque reflejan la imagen de un «país caído» que necesita redención, un «cambio gordo». Pero a diferencia de éste puede votar a Casado (PP) o a Abascal (Vox), aunque su verdadero referente sigue siendo Aznar.

La pequeña burguesía y la crisis política que viene

En Italia, Francia o España están saltando las costuras del aparato politico ya. Lo que estamos viendo es que la pequeña burguesía retomará su revuelta con fuerza renovada… y frustración creciente. Aspiraciones como la independencia de Escocia son materialmente imposibles con precios del petróleo tan bajos, el nacionalismo corso será el primer damnificado del hundimiento del sector turístico. La base agraria que el sistema electoral hace tan importantes para las derechas gran-nacionalistas italiana, francesa o española, que ahora multiplica precios mientras mantiene salarios de miseria y situaciones vergonzosas al límite de la esclavitud, lo va a «pasar muy mal». Y todas ellas van a poner en primer plano, como una «necesidad de la economía» aumentar la explotación, bajar salarios y reducir coberturas sanitarias y sociales estatales para «abaratar el estado».

Antes del covid, veíamos ya que bajo las «revueltas populares» que se prodigaron durante el año pasado latía una contradicción cada vez más fuerte. La pequeña burguesía quería oxígeno y exigía a la burguesía y al estado que les diera un pedazo de la «recuperación» de la que empezaban a disfrutar los grandes capitales, es decir, quería oxígeno a costa de la precarización y la transferencia de rentas que dirigían otros. Ahora, como tantas otras cosas, esa tendencia se ha acelerado. La pequeña burguesía que justo antes del Covid disparaba ya contra los salarios mínimos, ahora se revuelve contra una desescalada que ya era imprudente cuando se diseñó para hacerla total cuanto antes.

Cuando la presidenta de la Comunidad de Madrid compara los doscientos muertos diarios que produce el covid en España a dia de hoy con los accidentes de tráfico para argumentarlo no solo comete una falacia de escala. Está operando dentro de un consenso tácito de la clase dirigente entera con el gobierno a la cabeza: salvar las inversiones tiene preminencia sobre salvar vidas, el objetivo de las medidas de contención no es detener la enfermedad y salvar al máximo de personas sino evitar un colapso sanitario y volver a la «normalidad» de la producción cuanto antes. Es lo mismo que decía ayer Merkel: «estuvimos de acuerdo en que no íbamos a poder detener al coronavirus, pero sí ralentizar su propagación». La diferencia de Ayuso es que lo dice con descaro y un argumento falaz. Y lo hace porque ese tipo de argumentos están tan normalizados en su entorno, la pequeña burguesía madrileña, que ni siquiera es consciente de que haya gente capaz de pensar lo contrario o que se asuste de verse a sí mismo o a los suyos como posibles «sacrificios necesarios» para que los negocios vuelvan a ser rentables cuanto antes.

La clase ruidosa

La pequeña burguesía se está radicalizando. Las primeras secciones de ella que lo hacen expresan los intereses de sus pequeños capitales cargando contra la necesidad más básica de todas: la salud pública en mitad de una pandemia. A la pequeña burguesía industrial, comercial, financiera y agraria, seguirán más que probablemente otros sectores de la misma clase -academia, burocracias regionales, cuadros corporativos- con aun mayores exuberancias ideológicas… pero no mejores intenciones para con los trabajadores. Eso sí, ocuparán todo el espacio con un ruido infinito, mil falsas dicotomías (fascismo-antifascismo, fascismo-feminismo, guerra-pacifismo, negacionismo-ecologismo, etc.) y salidas «progresistas» a la crisis que ni son progresistas ni se basan en otra cosa que propiciar transferencias masivas de rentas desde el trabajo al capital.

En el periodo histórico en que vivimos las movilizaciones de la pequeña burguesía, con independencia de su expresión ideológica, no pueden converger con las de los trabajadores. Al revés, se van a dar cada vez más en conflicto con las necesidades universales que las luchas de los trabajadores afirman y que tendrán que vencer cualquier tentación nacionalista, cualquier enfoque «popular» para poder avanzar lo más mínimo. Desde el primer día.