Vicenç Navarro, 03/10/2013
Este artículo analiza críticamente a algunos de los fundadores del movimiento a favor del decrecimiento que se está extendiendo en España.
Recientemente publiqué un artículo crítico de las tesis a favor del decrecimiento (“El movimiento ecologista y la defensa del decrecimiento”) en mi columna Dominio Público del jueves en PUBLICO (29.08.13), que ha generado una larga y extensa respuesta. En dicho artículo aplaudía yo al movimiento ecologista progresista por su extraordinaria labor concienciando a la ciudadanía del enorme daño que se está produciendo en el bienestar de la población a través de cambios en el ambiente. Alertaba, también en el mismo artículo, del peligro que suponen algunas voces dentro del movimiento ecologista conservador (que también existe) que, según indicaba, podrían ser utilizadas (incluso, en ocasiones, en contra de su deseo) por fuerzas regresivas que estaban deteriorando aquel bienestar popular.
La respuesta al artículo, expresada con bastante intensidad, incluía (además de los predecibles insultos y sarcasmos) observaciones que exigen una respuesta, precisamente por el respeto que me merece la mayoría de movimientos ecologistas existentes en España. Dos de ellas merecían especial atención. Una era que los datos que yo utilizaba eran fácilmente refutables (sin nunca señalar cuáles) y otra (expresada con gran condescendencia) era que yo desconocía el tema, consecuencia de haber escrito sobre estos temas desde hace poco tiempo (sin señalar tampoco dónde estaba tal desconocimiento). Eran, pues, críticas genéricas, carentes de especificidad.
Veamos ahora los datos. Los que utilicé procedían, todos ellos, (como indiqué y cité en mi artículo) de mi buen amigo Barry Commoner, fundador del movimiento ecologista progresista estadounidense, citando las fuentes de estos datos. Siempre tuve plena confianza en la credibilidad científica de Barry Commoner, y no tengo ningún motivo o evidencia para cambiar de parecer. Y ninguno de los que consideran esos datos como erróneos (incluyendo a los comentaristas a los que me refiero) aporta ninguna evidencia que los cuestione. Los datos, pues, continúan mostrando que Commoner llevaba razón en su crítica a Paul Ehrlich (el ecologista maltusiano conservador que todavía ejerce gran influencia en el movimiento a favor del decrecimiento). Otras críticas de mi artículo intentaban enseñarme lo malo que es el consumismo para la sociedad, ignorando lo mucho que he escrito y criticado precisamente sobre ello. Es irritante que personas emitan toda una serie de críticas sin haber antes leído al autor al cual se quiere criticar.
En cuanto a no conocer el tema y ser nuevo en este barrio ideológico, quisiera informar al lector que mi crítica a ese movimiento decrecimiento (que a veces coincide con el anticrecimiento) se remonta nada menos que a los años setenta del siglo pasado. Mi crítica a Ivan Illich, muy influyente (por no decir el autor más influyente) en este movimiento, y maestro del que se considera actualmente el padre de tal movimiento, Serge Latouche, (tal como dicho autor indica en una reciente entrevista –Entrevista a Serge Latouche en Papeles nº 107. 2009-) es bien conocida en el mundo anglosajón. El debate Navarro-Illich fue una experiencia periódica en centros académicos de EEUU en los años setenta. Y mi artículo “The Industrialization of Fetishism or the Fetishism of Industrialization: A Critique of Ivan Illich.” Social Science and Medicine 9: 351-63, 1975, publicado también en el International Journal of Health Services, fue ampliamente distribuido y traducido a doce idiomas. Una versión en castellano apareció en mi libro La Medicina bajo el Capitalismo (debido a la actualidad de la figura de Ivan Illich, he colgado este artículo en mi blog www.vnavarro.org).
El tema del decrecimiento no es nuevo. Se remonta a hace ya muchos años. La terminología cambia, pero la sustancia es la misma. En realidad, es curioso ver como la historia se repite. En los años setenta, el enemigo de Ivan Illich era la “industrialización”. Hoy se llama el “crecimiento”. Según Illich, todas las sociedades convergían hacia la industrialización, que rompía con un orden anterior mejor. Esta industrialización invadía todas las esferas humanas, incluyendo también las áreas sociales como medicina, educación, etc. Así, en medicina, Illich creía que los servicios sanitarios, bajo el mandato –según él- de la profesión médica, estaban y continúan robando al paciente su propia autonomía y capacidad de control de sí mismo. De ahí que estuviera en contra de la universalización de los servicios sanitarios, llegando incluso a afirmar que “disminuir el acceso de las personas más pobres y vulnerables a los servicios sanitarios es, en contra de la retórica de consumo político, bueno para ellos”. Y por si no quedara claro, consideraba el establecimiento del Servicio Nacional de Salud, por el gobierno laborista británico en los años cuarenta en el Reino Unido, como un paso negativo, no positivo. Según esta tesis, los gobiernos que hoy están recortando y eliminando los servicios públicos sanitarios están haciendo un bien a los pobres y vulnerables (a los lectores que crean que estoy simplificando la postura de Illich, les recomiendo que lean mi crítica detallada de tal autor colgada en mi blog, donde página por página indico el lugar de sus textos donde aparecen las citas que utilizo). En realidad, Illich estaba diciendo lo que el gran reaccionario Presidente Nixon estaba diciendo casi durante el mismo periodo: “no preguntes qué puede hacer el Estado por ti, pregúntate, en cambio, qué es lo que puedes hacer para ti mismo”.
En mis trabajos (ver La Medicina bajo el Capitalismo) había mostrado que los sistemas sanitarios pueden reproducir relaciones de poder que opriman a la ciudadanía, mostrando ejemplos de ello. Pero deducir de ello, como hace Illich, que los servicios sanitarios son intrínsecamente instrumentos de control y explotación me parece un enorme error. La universalización de los servicios sanitarios ha sido una gran conquista de las clases populares en la mayoría de países donde ello ha ocurrido. Que un sistema sanitario sea un mecanismo de control, creador de dependencias, depende de quién controla y gobierna esos servicios sanitarios que configura, a la vez, la dinámica de tales servicios.
Y lo mismo ocurre en cuanto al crecimiento. Que un crecimiento sea dañino o no depende de quién controla y para qué objetivos existe tal crecimiento. Hay crecimiento necesario para atender las necesidades humanas, y hay crecimiento para acumular capital. Los dos no se pueden poner en la misma categoría. Crecimiento no es intrínsecamente positivo o negativo. Depende. Y dentro de un mismo proceso de crecimiento hay componentes positivos y otros negativos.
Las teorías del decrecimiento
Lo cual me lleva al análisis de su discípulo Serge Latouche. Este considera que su modelo es una sociedad convivial, el mismo término que utiliza Illich, una sociedad como la existente en Laos cuando él la conoció (es el país que Latouche utiliza como punto de referencia, pues, por lo visto, fue donde se generó su interés en el decrecimiento) (ver entrevista citada) antes de que “estuviera invadida por el conflicto y la guerra entre EEUU y las guerrillas marxistas”. Vale la pena citar sus propios comentarios:
“Fue en Laos donde se produjo el cambio de perspectiva en 1966-1967. Allí descubrí una sociedad que no estaba ni desarrollada ni sub-desarrollada, sino literalmente “adesarrollada”, es decir, fuera del desarrollo: comunidades rurales que plantaban el arroz glutinoso y que se dedicaban a escuchar cómo crecían los cultivos, pues una vez sembrados, apenas quedaba ya nada más por hacer. Un país fuera del tiempo donde la gente era feliz, todo lo feliz que puede ser un pueblo. Pero ya se veía venir lo que iba a ocurrir, y que de hecho está ocurriendo en el momento actual: que el desarrollo iba a destruir esta sociedad que, aunque no fuera idílica (no existe ninguna sociedad idílica), poseía una especie de bienestar colectivo, de arte de vivir, refinado a la par que relativamente austero, pero en cualquier caso en equilibrio con el medio ambiente. El conflicto entre los estadounidenses y los comunistas iba a atraparlos entre dos fuegos e iban a ser desarrollados o subdesarrollados a su pesar, y su equilibrio, su sistema social vernáculo, iba a resultar destruido. Eso fue lo que me condujo de alguna manera a cambiar de parecer y a tomar conciencia del carácter etnocéntrico del desarrollo, incluyendo su versión marxista, es decir, socialista.”
Este párrafo, sin embargo, tiene problemas conceptuales graves, muy graves. Lo que Latouche considera una sociedad convivial era, ni más ni menos, una sociedad feudal, enormemente explotadora de sus habitantes, con uno de los peores indicadores de salud y bienestar social de aquella región, lo cual causó el surgimiento de la guerrilla marxista. Es obvio que Latouche idealiza aquel pasado.
La confusión de los términos
Los autores favorables a las tesis que apoyan el decrecimiento y en ocasiones, incluso, la paralización del crecimiento, confunden crecimiento con crecimiento capitalista. Y asumen que no hay otra forma de crecimiento. Se me dirá –como ya se me ha dicho- que esto no es lo que están pidiendo. Si es así, que cambien la narrativa y el lenguaje. Si son anticonsumistas en un sistema de producción capitalista, que se presenten como tales. Ahora bien, si éste fuera el caso, deberían conocer los enormes debates que ocurrieron en el movimiento socialista entre aquellos que consideraban los medios de producción neutros, reduciendo la transformación al socialismo como un proceso encaminado a mejorar la distribución de los recursos del crecimiento sin cambiar los medios de producción, y aquellos que consideraban que los medios de producción no eran neutros sino que reproducían las relaciones existentes en el modo de producción. Para estos últimos, el socialismo era un cambio, no solo en la distribución, sino en la producción.
Esto se decía y se debatía mucho antes que Illich, Latouche y otros lo debatieran. En realidad, hubo luchas tremendas con vencedores y vencidos en este debate, con enormes consecuencias para el futuro de aquellos países. Es obvio que estos autores desconocen estos debates y estas realidades. Los enormes debates sobre el porqué del fracaso de la Unión Soviética (ver mi libro Social Security and Medicine in the USSR, prohibido en la Unión Soviética, escrito en 1977), sus diferencias con la revolución china, sobre la revolución cultural, sobre la lucha de clases dentro del socialismo, eran precisamente luchas de cómo construir una sociedad comunal que se centrara en los cambios, no sólo en la distribución de recursos, sino en la producción de tales recursos. Tal objetivo sería más relevante que el mero deseo de volver a un pasado que creen que, erróneamente, era mejor. Barry Commoner fue el continuador de este debate que es francamente más útil que el de añorar el pasado.