David Santirso Ruiz
Librered, 01/06/2013
¿Quién es el traficante de droga?
Varias voces se han levantado durante los últimos meses con la intención de denunciar no solo el mantenimiento, sino también el crecimiento que se ha dado en la producción de cocaína en el país ocupado por la ISAF (International Security Assistance Force), cuyo liderazgo ostenta la OTAN, desde que el Consejo de Seguridad de la ONU aprobase en el 2011 la Resolución 1 386, que ponía en marcha el llamado Acuerdo de Bonn (Acuerdo sobre Órdenes Provisionales en Afganistán hasta el Restablecimiento de un Gobierno Institucional Permanente) que, en sí, no era más que la legitimación internacional para ocupar Afganistán.
Desde el jefe del servicio antidroga de la Policía iraní, el general Ali Moayedi, hasta el presidente ruso, Vladimir Putin, representantes, casualmente, de países fronterizos y por lo tanto de mercados más cercanos para la droga afgana, han elevado sus voces a la esfera internacional con la intención de sacar a la luz una de tantas sombras que la ocupación de Afganistán por parte de la OTAN ha generado, el aumento de la producción de todos los derivados que se extraen de la amapola blanca, la morfina, el opio y la heroína.
Desde el departamento antidroga iraní, y con datos tomados en el 2012, se afirmaba que la producción de droga afgana había aumentado de 2.000 toneladas en el 2002 a unas 8.000 en el 2012, lo cual, en palabras de su portavoz, no es más que la confirmación de que “los gobiernos Occidentales ven las drogas como un negocio lucrativo.”
La importancia de los datos ofrecidos por el gobierno iraní es tal, dado que el país persa no solo es el que más opio decomisa anualmente en todo el mundo, con un 89% de los movimientos mundiales y 41% de heroína, sino porque también es el núcleo desde el cual los grandes cárteles del narcotráfico mundial distribuyen la droga a los distintos continentes, con especial incidencia en Europa, así como en los estados del Golfo Pérsico y gran parte de las antiguas repúblicas soviéticas (muchas de ellas integrantes de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, OTSC).
Todo ello, no solo genera un mercado negro ilegal de la droga a nivel mundial que mueve miles de millones de dólares, sino que también fomenta la drogodependencia, generando en países como Irán una grave problemática que da como resultado la existencia de 1,2 millones de drogodependientes, de los que un 70%, lo son a las inyectables.
De hecho, el 92% de la producción no está destinada a un uso medicinal, por lo que según datos del gobierno de Teherán, en concepto de drogas ilegales, Afganistán ingresa, según la ONU, unos 4.000 millones de dólares anuales, de los que una cuarta parte la reciben los cultivadores y el resto se lo reparten las autoridades locales, organizaciones rebeldes, grupos armados y traficantes que transportan el material al extranjero, lo cual ha instado una vez más a las autoridades iraníes a solicitar ayuda internacional para frenar esta lacra.
A su vez ha generado movimientos en las fronteras desde hace más de tres años, cuando para intentar frenar el continuo tráfico de droga, ingenieros militares iraníes han construido una barrera de mil kilómetros, así como zanjas para dificultar el paso de vehículos (hasta de 400 kilómetros en la provincia de Sistán-Baluchistán), e incluso diques allá donde los traficantes utilizan cauces de ríos para el paso.
Desde el Ministerio de Exteriores ruso también se han ido facilitando datos donde se evidencia un incremento del tráfico de estupefacientes en Rusia desde la ocupación de Afganistán. De hecho, varias fuentes del departamento antidroga ruso han afirmado en palabras de su portavoz, Victor Ivarov, que la OTAN no solo no está cumpliendo con uno de los supuestos objetivos claves de su ocupación sino que está poniendo trabas a los intentos por parte de las autoridades afganas de llevar a cabo quemas controladas de cargamentos de opio en las zonas del sur, más concretamente en la provincia de Helmand, donde se produce alrededor del 42% de la producción de opio en el mundo, según citan algunos medios de comunicación afganos, si bien, la producción se ha ido extendiendo y ha ido llegando a otras regiones como Kandahar, Uruzgán, Farah, Nimroz y, en menor medida, Daykundi y Zabul.
La visión ofrecida por el Ministerio de Lucha contra el Narcotráfico afgano tampoco es nada halagüeña. Según datos ofrecidos en el 2010 por el portavoz del Ministerio, Zalmai Afjali, “durante los cinco últimos años el número de consumidores de drogas ha aumentado desde 920.000 hasta más de 1,5 millones [¼ ]. La adicción a la droga se suma a la inseguridad, a los delitos comunes y a las enfermedades que se transmiten por contagio, y dañan los esfuerzos para el desarrollo del país”.
Con esta situación es fácil poder relacionar los grandes movimientos poblacionales que se han dado en Afganistán hacia sus países vecinos, sobre todo Irán y Paquistán, con la búsqueda de nuevas oportunidades, huyendo de una situación de guerra endémica, inestabilidad política, económica y social que con la ocupación de las fuerzas internacionales se ha incrementado. A su vez ha generado un mayor flujo de movimientos en el mercado negro de la droga, favorecido por el descontrol fronterizo y las tensiones intrínsecas entre las fuerzas de la OTAN y sobre todo, de Estados Unidos, en esa supuesta “guerra contra el terror” y los países vecinos del territorio afgano.
Según el análisis realizado por Alexia Mikhos basándose en estadísticas del año 2005, cuatro años después de la expulsión de los talibanes por las fuerzas de la OTAN, realizadas por la Oficina de las Naciones Unidas contra el Crimen y las Drogas (UNODC), “el 87% de la producción mundial de opio y el 63% de su cultivo mundial se ubican en Afganistán. Se calcula que el 52% del Producto Interno Bruto del país, unos 270.000 millones de dólares USA, procede del cultivo ilegal de amapolas. La producción de opio se ha disparado desde la expulsión de los talibanes [¼ ]: solo en el 2004 la producción de opio se incrementó un 64%, alrededor de unas 4 200 toneladas frente a las 185 toneladas del 2001, a partir de la prohibición del cultivo impuesta por el régimen talibán.”
Unido a estos datos clarificadores, podemos encontrar también un cambio de tendencia en cuanto a la dupla producción-consumo a nivel mundial. Jean Luc Lemahieu, representante de la UNODC para Afganistán, afirma que en los últimos años Afganistán es quizás la cabeza visible en cuanto a lo que producción de opiáceos y hachís se refiere, pero no debemos olvidar un silencioso pero rápido cambio de tendencia donde los países productores se están volviendo altamente consumidores (lo cual no implica que previamente no lo fueran), mientras que los anteriormente consumidores, siguen consumiendo pero comienzan a producir drogas sintéticas.
Junto a los llamados de atención por parte de Rusia, Irán, Paquistán, China y la propia ONU, también han sido muchos los intentos de negociación durante los últimos años por parte de los países integrantes de la OTSC, formada por Armenia, Bielorrusia, Kazajstán, Kirguistán, Rusia, Tayikistán y Uzbekistán, tratando de gestionar y organizar la cooperación y el combate conjuntos contra la amenaza del narcotráfico procedente del territorio afgano, sin que hayan llegado a buen puerto dada la negativa de los altos mandos de la OTAN a establecer una política común de control con los países de la región centroasiática.
Cierto es que la quema y destrucción total y repentina de las grandes plantaciones opiáceas repartidas por todo el territorio afgano sería un duro golpe no solo para su ya crítica situación económica, sino también para miles de familias que han vivido y siguen haciéndolo, del cultivo de la amapola blanca.
El problema reside en la falta de interés por resolver un mal cada vez más asentado no solo en Afganistán, sino también en los países de la zona, que genera mayor inestabilidad y violencia. Los pocos intentos reales de frenar la producción de estas drogas no han hecho más que derivar de unas zonas geográficas a otras la producción, ayudado, no solo por los talibanes quienes financiaron y siguen financiando parte de sus actividades con la producción y venta de opiáceos, sino también por el propio interés de determinados estamentos del gobierno, tanto a nivel nacional como regional y local, que favorecen y protegen a los cárteles que dirigen los grandes movimientos a nivel nacional e internacional.
Tanto la ISAF como el alto mando de la OTAN parecen seguir queriendo hacer oídos sordos a los desalentadores datos ofrecidos por gobiernos y organismos internacionales que ven el incremento de la producción e intercambio de estos productos como una forma más de terrorismo a escala mundial y uno de los males más desestabilizadores, que no solo imposibilitan la resolución de conflictos abiertos por su intervención militar enmascarada en una supuesta guerra contra el terrorismo internacional cuando sus verdaderos intereses han sido puramente económicos y geoestratégicos en la batalla por la hegemonía de bloques entre las “economías occidentales” con Estados Unidos a la cabeza y las “emergentes” entre las que se encontraría Rusia.