blogs.lavanguardia.com, 20/01/2013
Es preocupante el apoyo y la indiferencia que el intervencionismo militar en países lejanos encuentra hoy en Europa.
Una guerra lleva a la otra. La integridad territorial de Mali quedó definitivamente destruida por la intervención militar occidental en Libia. Activó una reacción en cadena fácilmente previsible. La Unión Africana reunida en Mauritania advirtió en marzo de 2011, al día siguiente del inicio de la intervención francesa contra Gadafi, de que el cambio de régimen en Libia desetabilizaría la situación en toda la región. Se alertó expresamente de que los arsenales libios iban a alimentar otras guerras en la región. Eso es lo que ha pasado.
“El cuerpo de mercenarios tuaregs del caudillo libio estaba formado por casi toda la juventud de Gao, Tombuctú y Kidal, atraída a Libia por el dinero y la droga”, explica Christof Wackernagel, un alemán con nueve años de residencia en Bamako. Tras la caída de Gadafi ese ejército regresó al país armado hasta los dientes. “Mientras Mauritania, Niger o Burkina Faso cerraron sus fronteras a ese arsenal, que incluye misiles tierra-aire, el presidente de Mali, Amadú Tumaní Touré, permitió su ingreso”, explica Wackernagel, según el cual los dirigentes del secesionismo tuareg (MNLA), que viven en Francia o Marruecos, carecían de base de apoyo en el país para crear su estado tuareg, el Azawad.
Los tuareg no son lo mismo que los salafistas. Si con los primeros se puede dialogar, con los segundos no hay más relación que la guerra, se dice. Pero resulta que estos mismos salafistas, a cuyas manos llegaron algunas de las armas que los occidentales lanzaron sobre Libia en paracaídas para los adversarios de Gadafi, son nuestros amigos de toda la vida en el Golfo Pérsico. Los adversarios del satánico Irán, cuyo régimen es infinitamente más liberal y civilizado que el de esas monarquías de cabreros alineadas con nuestra geopolítica energética.
Nuestros amigos del Golfo son los grandes inspiradores y financiadores del integrismo militante en todo el mundo. Precisamente ellos, desde Qatar y Arabia Saudí, financian ahora mismo a los adversarios de el Azad en Siria. Éste los denuncia como “terroristas”, de la misma forma en que se hace con los de Mali ahora, pero los de Siria son honestos luchadores contra la tiranía, y a diferencia de los otros reciben toda la ayuda logística, militar y política de las potencias occidentales, porque el régimen de Azad no está en la órbita occidental.
Las consecuencias del cambio de régimen en Libia se repetirán con creces en Siria. Lo de Mali puede ser bien poca cosa al lado del gran incendio entre sunitas y chiítas que occidente apoya en Siria y que potencialmente extiende el conflicto en una amplia región que va desde Líbano hasta Irak, pasando por Turquía y Jordania, con Irán como traca final. Las armas de Gadafi son poca cosa al lado de las del régimen sirio. La indecente gestión de un conflicto nos lleva al siguiente.
Hay un nexo que une el Afganistán de la guerra fría con el 11-S neoyorkino. La coalición de occidente con lo que hoy se llama salafismo duró mucho en el Hindukush hasta que algunos de sus sujetos radicalizados se revolvieron treinta años después y mordieron la mano de su socio en Nueva York. También aquella matanza neoyorkina sirvió para justificar otras intervenciones bélicas de mayor envergadura con centenares de miles de muertos, un resultado peor que el inicial y un total desprecio de la legalidad internacional.
Esta vez hay una petición expresa de intervención a Francia por parte del gobierno de Malí, se dice. Pero, ¿qué es el gobierno de Malí?, se pregunta el experto alemán Uli Cremer. Desde luego mucho menos de lo que era el gobierno afgano pro-soviético que pidió ayuda a la URSS y que en gran parte enredó a Moscú para que enviara tropas allá en 1979.
En marzo de 2012 el Presidente Amadou Toumani Touré sufrió un golpe militar. Los golpistas no fueron reconocidos y quedaron aislados internacionalmente. El jefe de los golpistas era el oficial Amadou Sanogo, con tres años de formación militar en Estados Unidos. Pese al aislamiento sigue mandando. En el lugar de Touré se colocó a Dioncounda Traoré como presidente y a Cheick Modibo Diarra, ex jefe de Microsoft en África, como primer ministro, ambos sin apoyo popular. Traoré tuvo que ser llevado a Francia a principios de año después de que sufriera una paliza en la que resultó herido. Diarra fue detenido por los militares a mediados de diciembre y obligado a dimitir con su gobierno. Traoré fue forzado a nombrar como nuevo primer ministro a Django Sissoko, funcionario del Fondo Monetario Internacional. Así pues, concluye Cremer, este es el gobierno de Mali que ha solicitado la intervención militar francesa: “un país sin estado y una nación sin gobierno”. Para gran satisfacción de Areva, el gran consorcio nuclear francés que extrae su uranio en la región, con perspectivas en el norte de Mali.
Todo eso es ahora secundario, se dice. Los intereses inconfesables existen, pero lo que está en primera línea es otra cosa. Gadafi, decían, iba a pasar a cuchillo a la población de Bengazi. Ahora se trataba de salvar Bamako, la capital de Mali, y a la población del norte del país.
“Quienes están contra la intervención militar en Mali deben aclarar si les trae sin cuidado la suerte de esas mujeres a las que cortan las manos por salir solas de casa, las lapidaciones por infidelidad matrimonial, el hostigamiento por fumar y todo el catálogo de esos islamistas de la edad de piedra financiados por la droga y el secuestro que si se hacen con el control del estado serán un peligro para toda África Occidental y también para Europa”, observa un viejo colega de la prensa berlinesa. Estos días estas cosas se leen por doquier en los periódicos de Berlín y París. Forman parte del sentido común en las redacciones de los medios de comunicación europeos. En todas ellas tenemos hoy un Bernard-Henri Lévy colectivo: un cretino belicista. “La integridad de Mali es decisiva para la seguridad de Europa”, dice el ministro francés de defensa, Jean-Yves Le Drian, parafraseando la inmortal frase de su colega alemán Peter Struck, “la libertad de Alemania se defiende en el Hindukush”.
Siempre un “deprisa, deprisa”, una extrema e inmediata premura, una causa justa y un peligro inminente para nuestra civilización que impiden toda disidencia. Sucede en cada intervención militar: Afganistán, santuario del 11-S, Irak, armas de destrucción masiva, Pakistán, el estado fallido y a la vez nuclear, Yemen, potencial base operacional, Somalia, la piratería en una vital ruta marítima, Libia, Siria y ahora Mali. Y siempre con los medios de comunicación llamando a la sagrada cruzada belicista. Al final de la batalla, miles de muertos una situación estancada y que manifiestamente no ha mejorado (Afganistán, Irak, son casos de manual), y condiciones para nuevos conflictos: guerras que llevan a otras.
En Alemania, donde el gobierno mantiene una actitud prudente mitad por recelo a la cooperación militar franco-británica -vista como reacción al arrogante dominio económico de Berlín en Europa- mitad por prevención electoralista ante una ciudadanía aún poco entusiasta con las guerras, el papel de acicate de la prensa es particularmente remarcable. En un cuarto de siglo, políticos y medios de comunicación han logrado que una nación mayoritariamente pacifista y alérgica al militarismo, se comiera cada vez con mayor silencio la transformación del ejército alemán en una máquina de intervención mundial. ¿Hay ahora en Berlín un deseo malsano de sangrar a Francia, dejándola sola en Mali para disciplinar más el frente de la contrarrevolución neoliberal liderada por Merkel? La prensa y la oposición socialdemócrata y verde de Alemania están, en cualquier caso, más bien llamando con entusiasmo a sumarse a la batalla. No hay tiempo ni espacio para valorar todas las circunstancias y consideraciones que impiden sumarse a la alegría de esos tambores de guerra. Deprisa, deprisa.
En primer lugar, la política europea en el mundo no debería contribuir a incrementar los conflictos y las guerras con sus intervenciones militares, sino practicar la diplomacia y el compromiso. Su norma rectora debería ser el principio hipocrático de no dañar aún más al enfermo, aunque vistas las responsabilidades de los grandes incendios bélicos que se declaran en el mundo hay que preguntarse quien es aquí el principal pirómano.
En segundo lugar, las alianzas y los apoyos de esa política deberían venir determinados por la salvaguardia de la estabilidad y de la paz, no por bastardos intereses políticos, energéticos, empresariales o del complejo militar. En tercer lugar, la defensa de los derechos civiles y humanos universales debería tener más peso en la proyección internacional y no ser constantemente violada y pervertida por la política de derechos humanos occidental, es decir: por la utilización hipócrita y selectiva de los derechos humanos para justificar la agresiva tradición militar imperialista europea.
El apoyo social y la indiferencia que el intervencionismo militar y la guerra en países lejanos encuentra hoy en la población europea, es un problema central de la actual crisis europea.