Alejandro Fierro
Periodista español residente en Caracas
Público, 10/06/2015
En los años 70, muchos cantantes españoles ya pasados de moda se refugiaban en el mercado latinoamericano. Solían pertenecer al subgénero denominado indistintamente “canción melódica”, “canción romántica” o “canción ligera”. A su llegada a Latinoamérica eran recibidos por decenas de fotógrafos y periodistas, a quienes contaban la fábula de una fama que hacía tiempo que había desaparecido o que simplemente nunca existió. La mayoría eran baladistas de segunda o tercera fila. En aquellos tiempos, sin Internet ni televisión por cable, el relato era prácticamente imposible de contrastar y, a decir verdad, los medios tampoco estaban muy interesados en hacerlo. Preferían surtir de referentes extranjeros a una frágil clase media colonizada culturalmente que ansiaba a toda costa diferenciarse de unas mayorías populares invisibles para el sistema.
El aterrizaje de Felipe González en Venezuela el pasado domingo recordó al de aquellos artistas. La prensa de derechas –lo que equivale a decir la práctica totalidad de la prensa- lo saludó como “el Campeón de la Democracia”. Las informaciones lo sitúan como un actor político principal en la escena española actual, con una influencia similar a la de Mariano Rajoy. Ojeando las crónicas que se publicaron estos días en Venezuela, el lector tiene la sensación de que la política española sigue capitaneada por el expresidente del Gobierno. Da la impresión de que España continúa en los 80.
Otro rasgo que destacó la prensa opositora fue su supuesta dilatada trayectoria en defensa de los Derechos Humanos. Aparte de fundadas sospechas sobre su responsabilidad en el terrorismo de Estados de los GAL, lo cierto es que ni como presidente ni en la actualidad, Felipe González se ha significado en esa tarea. Si así fuera, cabría preguntarse por qué no se ha interesado por los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos, por los 5,3 millones de refugiados de la vecina Colombia, el segundo país del mundo con más desplazados después de Siria, o por la situación del Marruecos regentado férreamente por Mohamed V como antes lo fuera por el íntimo amigo de Felipe, el rey Hassan II. En lugar de eso, sus esfuerzos en los últimos años se han centrado en asesorar a la multinacional energética Gas Natural Fenosa desde su consejo de administración, cultivar la amistad de empresarios como el mexicano Carlos Slim, segunda fortuna del mundo según la revista Forbes, o convertirse en conferenciante de tarifa millonaria.
Si Felipe González decidió asesorar simbólicamente a los presos Leopoldo López, Daniel Ceballos o Antonio Ledezma no fue por motivos humanitarios, sino por la comunión de intereses económicos, políticos e ideológicos que mantiene con las élites venezolanas. Por eso en ningún momento se anunció un encuentro con el Comité de Víctimas de la Guarimba (venezolanismo para designar las actividades de agitación callejera). Este Comité aglutina a cerca de 300 familiares de personas asesinadas en aquellos turbulentos meses de 2014, cuando López, Ceballos y Ledezma, entre otros, llamaron a desestabilizar el país hasta que Nicolás Maduro renunciara. De los 43 asesinados, siete lo fueron por disparos atribuidos a las fuerzas de seguridad, por lo que más de una veintena de policías permanecen detenidos y a la espera de sentencia. Los 36 restantes murieron por causas no atribuibles a la actuación policial y, en algunos casos, directamente por la acción de los manifestantes: no menos de una decena de agentes asesinados; once personas a las que dispararon cuando intentaban desmantelar una barricada para acceder a sus domicilios; varios motoristas decapitados por alambres tendidos de lado a lado de la calle…
Sin embargo, la derecha se arroga la representación de las 43 víctimas, las caracteriza sin matices como jóvenes estudiantes que pedían libertad y culpa de todas las muertes al Gobierno de Maduro, con la anuencia acrítica de cancillerías e instituciones internacionales y el respaldo unánime de la prensa mundial. Esta manipulación interesada, y el subsiguiente agravio en el apoyo internacional, fue lo que la esposa de un policía asesinado le afeó a Lilian Tintori, mujer de Leopoldo López, en un encuentro fortuito en la reciente Cumbre de las Américas. La conversación fue hurtada por la mayoría de los medios, tanto de dentro de Venezuela como de fuera, a sus audiencias.
Felipe González declaró en el aeropuerto de Maiquetía que Venezuela necesita “mucho diálogo”. Se trata de una obviedad, puesto que el diálogo es consustancial a cualquier sistema democrático, sea el venezolano, el español o el estadounidense. La democracia no es la administración de consensos impuestos, sino la gestión de conflictos inevitables en la pluralidad. Y esta gestión debe darse desde el lugar en el que el pueblo, mediante elecciones libres, ha colocado a cada actor político y con respecto al marco legal del que cada país, de forma democrática, se ha dotado.
El Estado venezolano ha aducido razones para sospechar que López, Ledezma y Ceballos conspiraron para quebrar ese marco legal y, por ende, la voluntad democrática del pueblo. Es un delito contemplado en los códigos penales de todas las democracias. Se entiende que éstas tienen derecho a defenderse de quienes quieren subvertirlas. En España se ha aplicado con profusión. También en Estados Unidos, sentenciando a cadena perpetua e incluso a pena de muerte a decenas de personas al abrigo de la paranoia terrorista. Pero es Venezuela la que escandaliza al mundo cuando lo utiliza.
Antes de arribar a Caracas, Felipe González ya sabía que no podía asistir jurídicamente a Leopoldo López, al no cumplir los requisitos que exige la ley venezolana, empezando por la colegiación (al igual que un letrado de Venezuela no puede ejercer en España sin ciertos trámites). Su regreso apresurado este martes fue, siguiendo con el símil musical, un playback malo por previsible, repetitivo y poco original. En todo momento lo único que ha importado es ocupar tiempo informativo, prescindiendo de la calidad de la pieza interpretada.
Lo que no captan estas construcciones político-mediáticas interesadas es que la Latinoamérica del siglo XXI no es la de los años 70. Sus pueblos ya no están dispuestos a escuchar la triste balada de un intérprete de medio pelo llegado del otro lado del océano y prefieren componer ellos mismos su propia música. Más allá del reducido círculo de sus fans incondicionales, la visita de la supuesta superestrella Felipe González no fue recibida con rechazo por parte de las mayorías sociales, sino con algo mucho peor para cualquier artista que se precie: la indiferencia.