Pepe Escobar
Asia Times, 02/05/2020
Traducción: Tommaso della Macchina
Hegel vio la historia moviéndose hacia occidente- “Europa es así el final definitivo de la historia, Asia el comienzo.”
Abróchense los cinturones: la Guerra híbrida de EEUU contra China tiene visos de discurrir por frenéticos derroteros, mientras los informes económicos están identificando al COVID-19 como punto de inflexión en el que el siglo Asiático –en realidad Euroasiático– comienza verdaderamente.
La estrategia norteamericana sigue igual, básicamente, dominación en todos los frentes, con la Estrategia de Seguridad Nacional por las tres máximas “amenazas” de China, Rusia e Irán. China, por el contrario propone una “comunidad de destino compartido” para la humanidad, dirigiéndose mayormente al sur global.
El relato predominante en EEUU en la información de guerra diaria es inamovible: el COVID-19 fue el resultado de una fuga en un laboratorio de guerra biológica chino. China es responsable. China mintió. Y China tiene que pagar.
La ya habitual táctica de continua demonización de China es desplegada no solo por toscos funcionarios del complejo mediático-de espionaje-militar e industrial. Tenemos que cavar más profundo para descubrir cómo estas actitudes están profundamente incrustadas en el pensamiento occidental y luego migraron a los EEUU del “fin de la historia.” (Aquí hay secciones de un excelente estudio, Rompiendo mitos sobre oriente: El encuentro de la Ilustración con Asia, de Jurgen Osterhammel.)
Solo los blancos civilizaron
Bastante después del Renacimiento, en los siglos XVII y XVIII, siempre que Europa se refería a Asia tenía que ver con que la religión condicionaba el comercio. El cristianismo estaba en lo más alto, así que era imposible pensar excluyendo a Dios.
Al mismo tiempo a los padres de la Iglesia les molestaba mucho que en el mundo bajo la influencia china una sociedad bien organizada pudiera funcionar en ausencia de una religión trascendente. Eso les molestaba más que esos “salvajes” que descubrieron en las Américas.
Al empezar a explorar lo que se consideraba el “Lejano Oriente”, Europa estaba empantanada en guerras religiosas. Pero al mismo tiempo estaba obligada a enfrentarse a otra explicación del mundo, y eso alimentó tendencias subversivas antirreligiosas en los ambientes ilustrados.
Fue en este estadio cuando los europeos cultos empezaron a cuestionar la filosofía china, a la cual inevitablemente tuvieron que degradar al estatus de “sabiduría” mundana porque escapaba a los cánones griegos y del pensamiento agustiniano. Esta actitud, por cierto, aún predomina hoy.
Así que tenemos lo que en Francia fue descrito como chinerías – una especie de ambigua admiración en la cual China es considerada como el ejemplo supremo de sociedad pagana.
Pero entonces la Iglesia empezó a perder la paciencia con la fascinación de los jesuitas por China. La Sorbona fue castigada. Una bula papal, en 1725, proscribió a los cristianos que practicaban ritos chinos. Es bastante interesante darse cuenta de que filósofos sinófilos y los jesuitas condenados por el Papa insistían que la “fe verdadera” (el cristianismo) fue prefigurada en textos antiguos chinos, especialmente confucianistas.
La visión europea de Asia y del Lejano Oriente fue mayormente conceptualizada por una poderosa tríada alemana: Kant, Herder y Schlegel. Kant, por cierto, era también geógrafo, y Herder historiador y geógrafo. Se puede decir que la tríada fue la precursora del moderno orientalismo occidental. Es fácil imaginar un cuento borgiano en el que intervengan los tres.
Por mucho que hubieran estado interesados en China, India y Japón, para Kant y Herder Dios estaba por encima de todo. Éste había planeado el desarrollo del mundo con todo detalle. Y eso saca a colación el espinoso tema de la raza.
Rompiendo con el monopolio de la religión, las referencias a la raza representaban un vuelco epistemológico en relación a anteriores pensadores. Leibniz y Voltaire, por ejemplo, eran sinófilos. Montesquieu y Diderot eran sinófobos. Ninguno explicaba las diferencias culturales echando mano de la raza. Montesqieu desarrolló una teoría basada en el clima. Pero ésta no tenía una connotación racial –era más un enfoque étnico.
La gran ruptura vino vía el filósofo y viajero francés François Bernier (1620-1688), quien pasó 13 años viajando por Asia y en 1671 publicó un libro llamado La descripción de los estados del Gran Mongol, el Indostán del reino de Cachemira, etc. Voltaire, humorísticamente, le llamaba Bernier-Mongol, puesto que se hizo famoso contando sus historias a la corte del del rey. En un libro posterior, Nueva Visión de la Tierra por los diferentes espacios o razas humanas que la pueblan, publicado en 1684, el “mongol” distinguía hasta cinco razas humanas.
Esto estaba todo basado en el color de la piel, no en familias o en el clima. Los europeos fueron automáticamente colocados en la cúspide, mientras otras razas fueron consideradas “feas”. Más tarde, la división de la humanidad en cinco razas fue tomado por David Hume, siempre basado en el color de la piel. Hume proclamaba al mundo anglosajón que solo los blancos eran civilizados, que los otros eran inferiores. Esta actitud todavía lo impregna todo. Véase, por ejemplo, esta patética diatriba recientemente publicada en el Reino Unido.
Dos Asias
El primer pensador que en realidad ideó una teoría de la raza amarilla fue Kant, en sus escritos de entre los años 1775 y 1785, argumenta David Mungello en El gran encuentro de China y Occidente, 1500-1800.
Kant califica a la “raza blanca” como “superior”, a la “raza negra”, como “inferior” (por cierto, Kant no condenaba la esclavitud), la “raza cobriza” como “débil” y a la “raza amarilla” como “intermedia”. Las diferencias entre ellas son debidas a un proceso histórico que empezó con la “raza blanca”, considerada la más pura y original, siendo el resto puros bastardos.
Kant subdividió Asia por países. Para él, Asia oriental era Tibet, China, y Japón. Tenía a China en relativa buena consideración, como una mezcla de razas amarillas y blancas.
Herder fue desde luego más blando. Para él Mesopotamia fue la cuna de la civilización occidental, y el Jardín del Eden estaba en Cachemira, “el paraíso del mundo.” Esta teoría de la evolución histórica se convirtió en un superéxito en occidente: oriente era un bebé, Egipto un niño, Grecia era un joven. El Asia oriental de Herder consistía en Tibet, China, Cochinchina, Tonkin, Laos, Corea, Tartaria oriental y Japón, países y religiones influenciadas por la civilización china.
Schlegel fue como el precursor del hipismo californiano de los 60. Era un entusiasta del sánscrito y un serio estudioso de las culturas orientales. Afirmaba que “en el este deberíamos buscar el más elevado romanticismo.” India era la fuente de todo, “la historia completa del espíritu humano.” No es de extrañar que esta percepción se convirtiera en el mantra de una generación entera de orientalistas. Eso también fue el comienzo de una visión dualista de Asia en occidente que todavía predomina hoy.
De tal manera en el siglo XVIII ya teníamos perfectamente establecida la visión de Asia como una tierra de servidumbre y la cuna del despotismo y del paternalismo en marcado contrate con la visión de Asia como cuna de civilizaciones. La ambigüedad se convirtió en la nueva normalidad. Asia fue respetada como madre de civilizaciones –sistemas de valores incluidos- e incluso la madre de occidente. Paralelamente, fue denigrada, despreciada o ignorada porque nunca había alcanzado los altos niveles de occidente, a pesar de su liderazgo inicial.
Esos déspotas orientales
Y esto nos lleva al Tipo Importante: Hegel. Súper bien formado –leyó informes de ex jesuitas enviados desde Pekín -, Hegel no escribe acerca del “Lejano Oriente” sino solo de “Oriente”, que incluye Asia oriental, esencialmente el mundo chino. A Hegel no le preocupa tanto la religión como a sus predecesores. Habla del este desde el punto de vista del estado y la política. En contraste con el Schlegel inclinado a los mitos, Hegel ve oriente como un estado de la naturaleza en proceso de alcanzar el comienzo de la historia –a diferencia del África negra, a la cual veía revolcándose en el lodazal de un estado bestial.
Para explicar la bifurcación histórica entre un mundo estancado y otro en movimiento, dirigiéndose al ideal occidental, Hegel dividió Asia en dos.
Una parte estaba compuesta por China y Mongolia: un mundo pueril de inocencia patriarcal, donde las contradicciones no se desarrollan, donde la supervivencia de grandes imperios da testimonio del carácter ahistórico, insustancial e inmóvil de ese mundo.
La otra parte era Vorderasien (“Asia Anterior”), que une el actual Oriente Medio y Asia Central, desde Egipto hasta Persia. Éste es un mundo que ya es historia.
Estas dos enormes regiones están también subdivididas. De modo que finalmente el Asiatische Welt (mundo asiático) de Hegel está dividido en cuatro: la primera, la llanuras de los ríos Amarillo y Azul, las altas mesetas, China y Mongolia; la segunda, los valles del Ganges y el Indo; la tercera, las llanuras del Oxus (hoy Amur-Darya) y el Jaxartes (Syr-Darya), las mesetas de Persia y el valle de Tigris y el Éufrates; y la cuarta, el valle del Nilo.
Es fascinante ver cómo en la Filosofía de la Historia (1822-1830) Hegel acaba separando India como una especie de término medio en la evolución histórica. Así que tenemos finalmente, como Jean-Marc Moura mostró en El Extremo Oriente según G. W. F. Hegel, filosofía e imaginario exótico, un “oriente fragmentado, del cual la India es el ejemplo, y un oriente inmóvil, estancado en una quimera, del cual el Lejano Oriente es el ejemplo más ilustrativo.”
Para describir la relación entre el este y el oeste, Hegel usa un par de metáforas, una de ellas, bastante famosa, tiene que ver con el sol: “la historia del mundo navega del este al oeste, siendo Europa el final absoluto de la historia, y Asia el comienzo.” Todos sabemos dónde nos lleva las sórdidas derivas del “final de la historia.”
La otra metáfora es de Herder: oriente es “la juventud de la historia”, pero con China ocupando un lugar especial por la importancia de los principios confucianistas sistemáticamente privilegiando a la familia.
Nada de lo esbozado con anterioridad es por supuesto neutral en términos de conocimiento de Asia. La doble metáfora –usando el sol y la madurez- no pudo más que confortar a occidente en su narcisismo, después heredado de Europa por los “superdotados” EEUU. Implícito en esta visión está el inevitable complejo de superioridad, en el caso de EEUU incluso más marcado al estar legitimado por el curso de la historia.
Hegel pensó que la historia debe ser evaluada bajo el marco del desarrollo de la libertad. Claro, al ser ahistóricas China e India, la libertad no existe, a no ser que se traiga por una iniciativa que venga de fuera.
Así es como el famoso “despotismo oriental” evocado por Montesquieu y la posible, a veces inevitable y siempre valiosa intervención occidental están, en conjunto, totalmente legitimadas. No deberíamos esperar que esta mentalidad occidental cambie en breve, si es que lo hace alguna vez. Especialmente cuando China está a punto de volver al número uno.