Nuevo curso, 04/11/2019
Los asesinatos de mujeres por sus parejas y exparejas son una manifestación del carácter anti-humano de las relaciones sociales capitalistas bajo las que vivimos. Pero aunque los números anuales que muestran las estadísticas son 60 veces menores que los suicidios y 10 veces menos que los accidentes mortales de trabajo, hace años vivimos una «celebración» constante por el estado y los medios que se niega a suicidas y accidentados. El sesgo, obviamente no es inocente, ha sido instrumental en la implantación del feminismo como ideología de estado y la normalización de la división de las luchas en función del sexo de los trabajadores. Pero ¿hay algo de razón? ¿No nos dice la experiencia que es verdad que «los hombres son violentos»?
Feminismo no es la defensa de la igualdad entre hombres y mujeres -algo que los marxistas defendieron con más profundidad antes y necesariamente contra el primer feminismo político– sino vender la existencia de un sujeto histórico y político interclasista, «las mujeres», que trasciende a las clases sociales con intereses propios, diferenciados y por encima de la lucha de clases.
El problema del feminismo es que para vender la existencia de «las mujeres» como un sujeto político con lazos e intereses comunes más fuertes que los intereses violentamente contradictorios derivados de la división en clases, solo tiene dos opciones: la invención de las mujeres como una «cuasi-clase» -la teoría del patriarcado– o la «biologización» de las razones de la discriminación: hombres y mujeres, condicionados por sus diferencias anatómicas y hormonales, serían esencialmente diferentes en su comportamiento social al punto de producir un eterno y ahistórico conflicto. De ahí las absurdas y constantes referencias a «la testosterona» que abundan en los artículos de opinión y las críticas culturales y que molestan incluso a las feministas que frente al «biologicismo» defienden el concepto de «género».
El feminismo, en su forma de ideología de estado ha hecho una mezcla inconsecuente entre los dos. No puntúa como «violencia de género» los crímenes de odio contra homosexuales -donde la víctima lo es por su género, no por su sexo-, ni los crímenes de acoso de mujeres contra hombres que llevan los «roles de género» dominantes a una forma patológica. Y aun cuando parece entender, reivindicar incluso, la diferencia entre sexo y género, la práctica en la maquinaria mediático-educativa apunta sin embargo hacia una culpabilización de los niños varones en tanto que tales. ¿Por qué? Porque el concepto mismo de «género», es decir, los papeles y valores asociados culturalmente al sexo físico, se vuelve en contra del discurso oficial a poco que lo pongamos a trabajar.
El líder musculoso y el burócrata redondito
Desde los esclavistas de la Antiguedad a los señores del feudalismo, las clases dominantes occidentales materializaron la explotación de forma directa, mediante exacciones cuyo argumento era la violencia física. El modelo espartano del hombre libre y social -idealizado luego por Platón en «La República»- no era otro que el del miembro de la clase dominante que sacrifica todo en pos de la continuación sin revueltas de la explotación de los esclavos vencidos, es un soldado a tiempo completo de una guerra de clases constante. El rey o el noble medieval obtenían rentas de los campesinos del mismo modo que cualquier mafioso de barrio: vendiendo «protección»… ante todo, de sí mismo. Este ejercicio físico de la explotación requería del esclavista o del noble llevar pesadas armaduras, manejar armas de muchos kilos y sobre todo, mantener un régimen de terror constante prácticamente por sí solo, con la escasa ayuda de su familia y los otros nobles que vivían en su más estrecha proximidad, durmiendo incluso en su cámara (los «camaradas»). ¿Cómo no iba a ser el ideal de masculinidad de los miembros de la clase dirigente violento, muscular, juvenil? ¿Cómo no iba a exaltar la juventud y la impulsividad? ¿Cómo no iba a celebrarlo y transmitirlo con deportes, competiciones y combates más o menos ritualizados?
No, la «violencia de los hombres» no tiene nada que ver con ninguna «esencia» de lo «viril», no tiene otra naturaleza que su origen histórico y su imposición social. Mientras en Europa Esparta y Atenas sembraban los valores de las clases dirigentes mediterráneas y europeas que perdurarían siglos, en China la clase explotadora tomaba la forma de una burocracia estatal meritocrática. Los militares eran una clase inferior supeditada al mandarinato y sus necesidades físicas no dieron forma a la estética ni los valores dominantes. Al revés, éstos enfatizaban el ingenio y el conocimiento –como vemos todavía en la literatura popular medieval china– promovían un modelo de belleza masculina «redondito» que consideraba la musculación «cosa de pobres» y no promocionó otros «deportes» ni combates ritualizados más allá de los juegos de tablero.
La aparición de la burguesía proteica
La burguesía, a diferencia de las clases explotadoras anteriores, organiza la explotación por medios fundamentalmente económicos, es decir, bajo la apariencia de un libre intercambio generalizado. La fuerza física no está entre las virtudes necesarias para la primera afirmación del burgués en tanto que tal. Y por eso los copistas medievales -monjes hijos de la nobleza- se burlan de ellos representándolos como caracoles y enfrentándolos en sus miniaturas a caballeros lanzados. Es el comienzo de la resistencia feudal anticapitalista -la esencia de lo reaccionario- que creará los patrones estéticos del antisemitismo gráfico: el «judío», es decir, el burgués «ajeno», es representado «mezquino», débil, flaco.
Pero en el siglo XIV ocurre algo que transformará la visión del mundo de la burguesía. En 1378 en Florencia, la ciudad más burguesa de aquella época infantil de nuestra clase dominante, los trabajadores se levantan por primera vez. El «susto» será un bajo continuo permanente en la obra del primer teórico político de la burguesía europea: Maquiavelo, admirador de ese mismo Cosme de Medici que será el primer burgués en representarse bajo la apariencia caballeresca y musculada de un noble triunfante. La necesidad de reprimir a los explotados aun antes de implantar su dominio social, habían devuelto a la frágil burguesía a la exaltación de lo proteico y violento.
¿Por qué no eran violentas las mujeres?
Por qué no eran violentas las mujeres? O dicho de otro modo, ¿Por qué las mujeres hubieron de esperar -en el Mediterráneo y China- a la revolución burguesa para poder «ser violentas» y honradas por ello? Porque el patriarcado realmente existente, no el fantaseado a necesidad, era una parte central del conjunto de relaciones de producción en el modo de producción esclavista. Implicaba una forma de propiedad material sobre el conjunto de la unidad productiva -esclavos, descendencia, cónyuge. Se puede argumentar que las relaciones patriarcales se mantuvieron, transformándose, bajo el feudalismo e incluso que sobrevivieron con éste en regiones agrarias aisladas y atrasadas, pero como sistema social global, murió con ellas. Las Agustinas de Aragón, las Manuelas Malasañas, las Marionne republicanas, las literarias Carmen y las burguesas revolucionarias, lo atestiguan. Aunque es una estirpe que continuará ligada al revolucionarismo de la pequeña burguesía y por tanto brillará en las expresiones de la contrarrevolución del siglo XX -de Maria Pasquinelli a Ulrike Meinhof- la «mujer armada», la «mujer violenta», -también la «mujer deseante»- fueron proscritas de la buena sociedad y la mitología burguesas en la misma medida y en el mismo momento en que lo fue la épica revolucionaria: cuando el proletariado se personó en las revoluciones de 1848 con destellos de su propio programa histórico.
Masculinidad, feminidad y violencia
Lo que normaliza, ahora y en los últimos ocho mil años, la violencia en la sociedad, lo que la legitima e integra en el ideal moral de cada época de una forma particular, no es su «naturalidad» ni nada que esté escrito en nuestros genes o nuestras hormonas. Mirado en conjunto, formamos de hecho una especie sorprendentemente cooperativa y poco violenta que en ningún momento del último medio millón de años ha visto en cuestión su demografía por la violencia espontánea. Sin embargo, si que hay una constante histórica: todos los sistemas de explotación han exaltado la violencia y los atributos ligados a ella porque necesitaban de ella para mantener la explotación. Todos, en sus fases terminales, han sufrido una violencia crónica. No, los varones no son más violentos que las mujeres ni lo son per se. No sufrimos la violencia de la masculinidad ni de un inexistente patriarcado, sufrimos la violencia terminal de un sistema en decadencia.