Rafael Poch
La Vanguardia, 20/11/2014
Víktor Yushchenko pone flores en la estatua de Bandera
No son las fracturas y diversidades regionales de Ucrania, sino la geopolítica lo que explica el actual conflicto. Veinticinco años de incumplimiento del espíritu que acabó con la guerra fría y el avasallamiento hacia Rusia practicado desde entonces, provocaron una reacción defensiva e irreversible de Moscú que se presenta como ofensiva y esquizofrénica. Esa reacción supone un precedente de desafío intolerable para Occidente y es lo que suscita y motiva las sanciones contra Moscú, cuyo efecto va a ser, a la vez, dañino y estimulante de cambios para el sistema ruso. En esta partida Rusia no tiene marcha atrás sin arriesgarse a un derrumbe de su régimen de consecuencias incalculables. La torpe política exterior alemana, cuyo papel en los Balcanes ya fue nefasto hace una década, tiene una gran responsabilidad.
I) Pueblos hermanos
Se dice que rusos y ucranianos son “pueblos hermanos”, y es verdad. Siglos de vida en común, dos lenguas bien parecidas y una geografía sin obstáculos físicos, de llanuras surcadas por ríos mansos, que complica y difumina todo concepto de frontera. Al mismo tiempo, el parentesco fraternal no es incompatible con fuertes diferencias de carácter. Cuando una abuela dice sobre sus nietos, “¡Qué diferentes son, parece mentira que sean hermanos!” está formulando un tópico familiar de los más recurrentes. Veamos algunas de esas diferencias.
Como tantos otros países, Ucrania contiene una considerable diversidad regional entre el Oeste y el Este. Simplificando: cuanto más hacia Rusia, más ruso se habla, mayor influencia del cristianismo oriental adscrito al Patriarcado (ortodoxo) de Moscú y menos perceptible se hacen las diferencias fraternales. Cuanto más al Oeste mas fuerte es la identidad nacional ucraniana, el carácter mixto (oriental-occidental) del cristianismo, etc., etc.
A lo largo de su historia, Ucrania vivió varios procesos de integración, bien en la órbita rusa, bien en la polaca. Al colisionar con el poder superior ruso, el nacionalismo burgués ucraniano se vio condenado a colocarse bajo patronazgo extranjero. En el siglo XX sus efímeros gobiernos se afirmaron bajo la protección militar alemana (el del atamán Skoropadski) o polaca (Petliura). El nacionalismo popular ucraniano fue más antipolaco y antijudío que anti ruso. Políticamente fue frecuentemente socialista o social-revolucionario y al final, en un contexto de grandes convulsiones como los de la guerra civil rusa, tuvo que decantarse entre blancos y rojos en beneficio de los segundos.
El espacio ucraniano ha sido frecuente campo de batalla. En el siglo XVII conoció la revuelta de Bogdan Jmenitski contra la unión polaco-lituana, en el XVIII el zar Pedro I se impuso a los suecos en Poltava, y en el siglo XX fue uno de los principales escenarios bélicos tanto de la guerra civil rusa como de la Segunda Guerra Mundial.
El periodo 1917-1922 contiene en Ucrania un sinfín de conflictos. Parte de los nacionalistas ucranianos lucharon junto con los alemanes y austro-húngaros y otra parte contra ellos. La población ucraniana pro rusa se dividió en su lucha a favor de una Rusia unida, unos con los rojos y otros con los blancos. Otras fuerzas, como la del ejército campesino de Nestor Majno, con un gran componente social libertario y nacional ucraniano, lucharon tanto contra los rojos como contra los blancos.
Para comprender el actual mapa de Ucrania es ineludible hablar de tres regiones. En primer lugar Galitzia, zona occidental de claro dominio de la lengua ucraniana, con influencia católica mestiza (greco-católicos o “uniatas”), que en su mayoría nunca formó parte del resto de Ucrania ni estuvo sometida a Rusia hasta Stalin en los años cuarenta, después de dos siglos de sometimiento a regímenes polacos o austro-húngaros opresivos. De Galitzia partió en el siglo XIX el más fuerte impulso nacionalista. Ya en la época postsoviética desde allí se ha irradiado hacia el resto del país la ideología nacionalista más fuerte, con su particular narrativa histórica sobre la URSS: la revolución bolchevique como asunto “ruso” o “judío” (ignorando la larga lista de ucranianos presente en la dirección bolchevique), la mortífera hambruna de los años treinta con varios millones de muertos como “genocidio comunista-ruso contra el pueblo ucraniano” (ignorando que la misma hambruna de esos años devastó igualmente zonas rusas en el Don, Kubán,Volga, etc. y que esas mismas hambrunas eran crónicas en la época zarista), todo ello aspectos de la nueva historia adecuada a la nueva estatalidad adquirida en 1991 que debía enmendar la historia oficial soviética, igualmente repleta de omisiones y manipulaciones.
Desde sus orígenes a principios de siglo XX, las organizaciones armadas del nacionalismo ucraniano en Galitzia (que entonces actuaban contra el dominio polaco) estuvieron financiadas y teledirigidas por el Abwehr, el espionaje alemán. Durante la Segunda Guerra Mundial los invasores alemanes fueron recibidos como libertadores por muchos ucranianos occidentales que habían sufrido la cruda represión estalinista y las hambrunas. Una vez más, la invasión hitleriana dividió a los ucranianos en dos bandos; el mayoritario que luchó con el ejército soviético contra el fascismo, y el minoritario de nacionalistas de Ucrania Occidental que fue utilizado por los nazis como fuerza de choque, creó una división SS específica y actuó frecuentemente de una forma aún más cruel que sus amos contra judíos y comunistas, empuñando la bandera de la liberación nacional ucraniana.
La Iglesia Católica Ucraniana da misa
para la Dicvisión de las SS Galitzia
Hay que decir que los ucranianos occidentales no fueron los únicos “colaboracionistas”: también los rusos del ejército de Vlasov, tártaros, chechenos, cosacos, etc. tuvieron representantes en el ejército alemán.
A los colaboracionistas de Ucrania Occidental, cuya relación con los nazis no fue fluida e incluyó episodios de enfrentamientos armados, se les conoce como “banderovski” por el nombre de su principal líder, Stepan Bandera. Con la victoria soviética y la incorporación definitiva de Galitzia a la URSS en 1945, los banderovski mantuvieron una guerrilla muy brava contra el NKVD de Stalin, recibiendo apoyo de la CIA en armas y lanzamiento de paracaidistas. Su cuartel general en Europa estaba en Munich, donde Bandera fue eliminado por un agente de Stalin en 1959…
Esta corriente, con la que en la época de la Perestroika solo se identificaba un sector minoritario del nacionalismo ucraniano, es reconocida hoy por un sector mucho más amplio como símbolo de la liberación nacional, o por lo menos como inspiradora de su principal ideología y narrativa nacionalista.
En el sur y el Este de Ucrania, la llamada Novorossia, siempre se rechazó con toda claridad cualquier glorificación de los fascistas banderovski. Se trata de un arco que va desde Járkov, en el norte, hasta la región de Odesa en el sur-oeste, mayoritariamente ruso parlante y con gran población que se define como “rusa”. Ese arco no formó parte de Ucrania hasta la guerra civil de los años veinte (era la parte más industrial y a los bolcheviques les interesaba tener una base obrera en el gran universo campesino que era Ucrania), conserva una fuerte memoria soviética de la Segunda Guerra Mundial, y, al mismo tiempo, desde la nueva independencia de 1991 tendía hacia una cierta lenta ucrainización, o, por lo menos, a acentuar sus diferencias sutiles y difusas con Rusia. A grandes rasgos, Novorossia (la “Rusia nueva”) fue objeto de la reconquista imperial rusa en los siglos XVII y XVIII.
Mención especial merece la península de Crimea, tierra ancestral rusa, poblada por rusos y rusoparlante en un 80%, por donde llegó el primer cristianismo a la Rus de Kiev (¿el primer estado ruso fue ucraniano, o es el primer estado ucraniano se llamaba Rusia?, eh aquí un interesante objeto de disputa entre besugos), reconquistada por Catalina II a los tártaros del janato Crimea -el último vestigio de la Horda de Oro heredero del imperio de Chingiz Jan, para entonces un satélite del Imperio Otomano. Crimea fue escenario de glorias militares rusas y soviéticas, tanto durante la guerra de Crimea del XIX (todos contra Rusia) como durante la Segunda Guerra Mundial, con heroicas batallas en Sebastopol, Kerch y Odesa. La caprichosa entrega de Crimea a Ucrania por Jruschov en 1954, desgajándola de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia (RSFSR) en una época en la que las diferencias entre repúblicas era completamente irrelevante, tuvo un carácter simbólico. A partir de la disolución de la URSS eso se convirtió en un problema.
Otra diferencia entre rusos y ucranianos tiene que ver con su tradición política, con las formas, símbolos y héroes en los que unos y otros se sienten identificados. Aquí el contraste entre los hermanos es importante. Ucrania fue un país situado geográficamente en el límite y la confluencia de grandes imperios (turcos, polacos, rusos). Su propio nombre, “U-kraine”, significa algo así como “junto al límite”, “en la frontera”, un espacio al que la autoridad imperial de unos y otros, y sus relaciones de servidumbre, apenas llegan o se perciben como algo lejano y difuminado. Esa posición determinó cierta holgura y libertad, un “arréglatelas tu mismo como puedas y sin gobierno” que asociamos al espíritu de frontera del “Far West”.
Los héroes de esa tradición política son líderes cosacos “libres” que luchan; ahora contra los turcos, ahora contra los polacos o contra los rusos, absorbiendo rasgos de unos y otros (Maidán -plaza- es una palabra turca). Todo eso es muy diferente de la tradición rusa, que es una galería llena de cuadros de grandes zares y caudillos absolutistas tanto más grandes cuanto más Estado e Imperio construyen.
Esa diferencia ha influido en la diferente evolución que ha tenido la formación de los estados postcomunistas pese a su común régimen oligárquico.
Mientras en Rusia tras una época turbulenta se ha recuperado la “vertical de poder” con su vector tradicional autocrático con considerable facilidad (eso es lo que representa Putin), en Ucrania el Estado ha sido mucho más débil. Eso ha hecho que la sociedad haya sido mucho más suelta, incontrolada e independiente hacia el poder que en Rusia, lo que ha tenido ciertas ventajas para la autonomía social y también serios inconvenientes para estabilizar un gobierno efectivo independiente de intereses externos…
Dicho todo esto y situados ya un poco ante el mapa, hay que decir que por más que esas semejanzas y diferencias sean importantes para comprender el universo ruso-ucraniano y para entender la diversidad interna de Ucrania, apenas aportan una explicación concreta a lo que tenemos hoy encima de la mesa: una verdadera fractura que explota en una guerra civil. ¿Cómo ha podido podrirse tanto la situación para que los hermanos se tiroteen y bombardeen?
Para comprender eso, no hay más remedio que fijarse en los regímenes políticos -igualmente emparentados- de Rusia y Ucrania.
II) Privatización y regímenes
En los años noventa, Rusia y Ucrania sufrieron el mismo proceso de saqueo de su economía, sus recursos, su patrimonio material nacional, a manos del mismo estrato administrativo-burocrático-oligárquico del antiguo régimen comunistoide, la Estadocracia (Cheskov). Eso que se conoce como “privatización” dio lugar al mismo tipo de sistema de capitalismo oligárquico. La diferencia con Rusia ha sido “el factor Putin”.
Si en Rusia con el cambio de siglo acabó emergiendo un poder político que restableció la vertical de poder y sometió a los magnates de la privatización a unas reglas de juego en las que era obligatorio reconocer la primacía del Estado, en Ucrania eso no ocurrió. Después de los años noventa, la política ucraniana continuó siendo la lucha entre, fundamentalmente, dos grupos de magnates. Unos vinculados industrialmente a Rusia y por tanto que tendían geopolíticamente hacia ella, y otros mucho más en la órbita occidental.
Esos grupos apenas se diferenciaban internamente en su programa socio-económico, maltrataban exactamente igual la aparición de cualquier manifestación social o de izquierda, y mantenían una cruda lucha subterránea por el poder. Ambos grupos se disputaron ese poder y alternaron en él, con incidentes pero sin llegar a un enfrentamiento abierto y militar como el de octubre de 1993 en Moscú.
Cada uno de los dos bandos de este sistema clánico-oligárquico con fuertes anclajes en la descrita diversidad regional ucraniana, era demasiado débil para imponerse definitivamente a sus adversarios. Esa debilidad hizo que cada uno de ellos aumentara la conexión y dependencia clientelista hacia el elemento geopolítico exterior. Los intereses de los grandes vecinos se mezclaron cada vez más en una amalgama, junto con los intereses económicos, industriales e ideologicos, “orientales” u “occidentales” de cada bando. Sobre esa lógica de poder actuaron tanto subvenciones rusas al suministro de gas, como la compra y financiación de ONG, medios de comunicación e instituciones con los 5000 millones de $ reconocidos por la señora Nuland, vicesecretaria de Estado norteamericana, o por su vector correspondiente alemán, polaco y europeo en general.
Diferencia fundamental entre esos dos vectores externos era que si Moscú era desde el principio consciente de la diversidad interna de Ucrania y de la imposibilidad de imponer por completo sus intereses allá sin romper el país, en Washington, Bruselas y Berlín se buscaba, cada vez más, una victoria total y definitiva, ignorando los peligros de una fractura.
Ese sentido común acerca de la necesidad de cierto equilibrio interno había regido la política ucraniana de los dos bandos oligárquicos enfrentados desde 1991 hasta 2014. Siempre que uno u otro bando llegaba al poder en Kiev, ambos gobernando sobre el mismo fondo de corrupción y parasitismo (muy superior al de Rusia), había conciencia de que el país sería ingobernable y se rompería si se ignoraban por completo los intereses del otro. La propia población, socialmente muy descontenta con el poder tanto en el Este como en el Oeste del país, dependía de la apertura y el acceso a los grandes vecinos orientales y occidentales. De los 45 millones de ucranianos, unos seis millones respondieron a la pobreza emigrando a trabajar en el extranjero, unos 3 millones hacia Rusia (ucranianos de Novorossia) y otros tres hacia Polonia y la Unión Europea, mayormente ucranianos occidentales.
III) La revuelta del Maidán y su secuestro.
En este contexto de debilidad del poder ucraniano que acentúa el recurso de los dos grupos oligárquicos enfrentados a padrinazgos geopolíticos exteriores, apareció la provocativa y desestabilizadora oferta de la Unión Europea de un acuerdo de “Asociación oriental” con Ucrania. Hay que decir que a diferencia de la Unión Aduanera propuesta por Moscú, esa oferta europea se planteó desde el principio como excluyente, no compatible y no negociable con cualquier interés ucraniano vinculado a Rusia. Dada la permeabilidad existente entre los mercados ruso y ucraniano, abrir el segundo a la UE significaba perjudicar directamente la economía rusa. En materia de seguridad, la Unión Europea dejaba claro en aquel tratado que Ucrania debía ponerse en sintonía con “Europa” en su política exterior y de seguridad, fundamentalmente adversa a la de Moscú.
Mientras Moscú y Kíev pedían a la Unión Europea una negociación a tres bandas para solucionar el entuerto, la canciller Merkel se negó rotundamente a admitir a Rusia en cualquier negociación con Ucrania. Eso hizo que la jugada de la adhesión a “Europa” se convirtiera en una bomba desestabilizadora que transformaba equilibrios y diferencias, territoriales y de intereses, hasta ahora gobernables en una verdadera fractura.
Esa circunstancia, unida a las improvisadas contraofertas y fuertes presiones de Moscú, alimentó las más que razonables vacilaciones del Presidente Viktor Yanukovich. El no de Yanukovich al tratado con la UE hizo estallar el descontento social contra la corrupción, la oligarquía, contra el gobierno inefectivo, opaco y socialmente injusto, aspectos que el polo popular occidentalista ucraniano asocia con el modelo ruso.
El primer Maidán fue un movimiento surgido de un impulso genuinamente popular que expresaba elementales deseos de regeneración democrática, civil y nacional. Pero a diferencia de, digamos, el 15-M, tenía detrás a uno de los dos bandos oligárquicos y a los socios exteriores americanos y europeos (particularmente polacos y alemanes), con apoyo de medios de comunicación locales e internacionales, por lo que desde el principio estaba bien cargado de ambigüedad social y geopolítica.
El gobierno de Yanukovich respondió a ese desafío con gran inseguridad, represión y juego sucio: movilizando bandas de lumpen que apalizaban a activistas, etc., lo que aún indignó más a la gente.
Por si solo, el sujeto que formaba la infantería de este Maidan (la intelligentsia creativa, los grandes y pequeños hombres de negocios del sector servicios, estudiantes, profesiones liberales y funcionarios apoyados por los clanes oligárquicos “alternativos”), no era capaz de tomar el poder y tumbar al desprestigiado régimen -por otra parte electo y completamente legítimo desde el punto de vista formal. Para derribarlo se necesitaba una fuerza de choque, disciplinada, y dispuesta a jugarse el físico. Una caballería pesada. Esa fuerza fue la extrema derecha armada con la ideología nacionalista de tradición banderovski, apoyada por los oligarcas y los padrinos geopolíticos occidentales. Si la trama subterránea de complicidades, financiación, asesoramientos y adiestramiento de servicios secretos occidentales (americanos, polacos y alemanes) apenas ha trascendido, cuarenta políticos occidentales de primera fila, entre ellos primeras figuras de Estados Unidos y los ministros de exteriores de Alemania, Polonia, países bálticos, etc. pasaron por la plaza de Kiev repartiendo solidaridades y pastelitos. Fue ese segundo Maidán el que ejecutó el cambio de régimen en las jornadas de febrero en un contexto de batallas campales con incendio y toma de sedes ministeriales en medio de una masacre indiscriminada de manifestantes y policías (en total un centenar, además de más de una decena de policías) a cargo de tiradores de precisión el 20 de febrero, lo que precipitó la caída del gobierno y la huida del presidente.
El único estudio académico sobre aquella masacre, obra del profesor Ivan Katchanovski, de la School of Political Studies de la Universidad de Otawa concluye lo siguiente:
“The evidence indicates that an alliance of elements of the Maidan opposition and the far right was involved in the mass killing of both protesters and the police, while the involvement of the special police units in killings of some of the protesters cannot be entirely ruled out based on publicly available evidence. The new government that came to power largely as a result of the massacre falsified its investigation, while the Ukrainian media helped to misrepresent the mass killing of the protesters and the police. The evidence indicates that the far right played a key role in the violent overthrow of the government in Ukraine.”
Obviamente si todo eso hubiera ocurrido con los vectores y escenarios invertidos -un gobierno favorable a los intereses occidentales, en México o Canadá, con políticos rusos, chinos y venezolanos de primera fila repartiendo pastelitos entre los manifestantes- no se habría celebrado como progreso democrático, sino como escandaloso y sangriento golpe de estado, terrorismo y demás…
El cambio de régimen en Kiev precipitó la revuelta del Este de Ucrania con padrinazgo ruso. Primero en Crimea, donde las declaración de soberanía y el posterior ingreso del territorio en Rusia, fue fácil por el amplio apoyo de la población y la presencia de la flota rusa, y luego en las regiones de Lugansk y Donetsk, con movimientos menores en todo el arco de Novorossia. Todas esas regiones, temerosas de las primeras disposiciones de un gobierno con participación de banderovski en materia de lengua, etc., y ante la evidencia de que sus derechos e intereses iban a ser atropellados, pidieron federalismo en pequeños antimaidanes prorusos, sin el menor apoyo de oligarcas locales (todos se pasaron a Kiev), que expresaban el mismo genuino descontento social y temor popular que el de Kíev desde un vector identitario y geopolítico distinto. La respuesta del nuevo gobierno de Kiev fue el envío del ejército en misión antiterrorista -lo que el presidente Yanukovich no se había atrevido a hacer- y que dio paso a la militarización y al actual escenario de guerra civil con 3700 muertos y decenas, sino centenares de miles de refugiados y desplazados. El horizonte más optimista sería una congelación del conflicto, y la creación de nuevos limbos jurídicos como ha ocurrido en Abjazia o en Transnistria.
Una vez más: si cambiamos las fichas, toda esta utilización de aviación y artillería contra ciudades habría sido valorado en Occidente como intolerable crimen contra la humanidad, etc., etc.
Dicho esto, se impone la evidencia de que todo lo que hubo y hay de genuinamente popular y liberador, tanto en el primer Maidán de Kiev como en la revuelta de Novorossia, importa muy poco a fin de cuentas en este conflicto en el que lo determinante es su dimensión geopolítica. Nada se entiende sin poner el zoom de nuestra observación en posición de gran angular.
IV) El Imperio del caos y la “arquitectura de la seguridad europea”.
La propaganda occidental achaca el conflicto de Ucrania a la maldad de Putin, al nuevo expansionismo ruso y propone cronologías tan descaradas como la película que comienza con la invasión rusa de Crimea. (Lamentablemente esa versión se lee también en órganos alternativos españoles manifiestamente desinteresados por la política internacional:
Vamos a explicar que Rusia no ha desencadenado este conflicto y que su actitud ha sido claramente defensiva y reactiva. Antes déjenme aclarar un aspecto:
El régimen oligárquico ruso tiene intereses correspondientes (aunque mucho más legítimos, desde el punto de vista de la historia y de la geografía) a los occidentales por: 1- Mantener su control y acceso a buena parte de los recursos naturales e industriales de Ucrania, 2- Ampliar su influencia geopolítica y 3- Por consolidar el régimen autocrático de Putin y la unión autoritaria de burócratas y magnates que lo sustenta, con medidas de tanta carga patriótica como el regreso de Crimea a Rusia.
Desde ese punto de vista, tal como afirma el profesor Mijaíl Buzgalin, la recuperación de Crimea es tan progresista como el intento de los militares de Argentina por hacerse con las Islas Malvinas ante Inglaterra.
Todo esto hay que tenerlo en cuenta -sobre todo a efectos de la imprevisible evolución interna de Rusia en los próximos años- pero es bastante secundario e irrelevante al lado del hecho principal: por primera vez en un cuarto de siglo una gran potencia regional, como es Rusia ahora, le ha parado los pies a la superpotencia hegemónica del conglomerado imperial Estados Unidos-OTAN-Unión Europea. Es este desafío que crea un precedente, lo que es visto como intolerable y es contestado con sanciones y escenarios de nueva guerra fría.
La situación lanza señales a la correlación de fuerzas global y a la recomposición de las alianzas del mundo multipolar en formación. El siempre interesante Pepe Escobar se lanza a la piscina y ya anuncia un eje euroasiático Pekín-Moscú-Berlín para dentro de 20 o 30 años. Personalmente soy bastante escéptico no ya en este tipo de construcciones, sino sobre algo mucho más básico: sobre la mera posibilidad de pronosticar cualquier cosa de esa envergadura a 20 años vista en el actual mundo revuelto. Por eso, antes que perderse en inciertas proyecciones futuras más vale repasar la película que ha conducido hasta el conflicto ucraniano.
Durante la Perestroika, el pacto que Gorbachov acabó ofreciendo a Occidente fue el de cancelar la guerra fría a cambio de una arquitectura europea de seguridad integrada. Esa fue la oferta implícita de Moscú a Alemania y así fue entendida y aceptada por todos los actores. A nivel contractual todo eso quedó reflejado en la Carta de París de la OSCE para una nueva Europa, firmada en el Elíseo en noviembre de 1990, es decir aún en vida de la URSS. Las implicaciones de tal esquema eran enormes. La integración soviética en Europa habría dado lugar a un gran conglomerado político-económico, con un gran mercado, una enorme potencia energética y cierto eje político París-Berlín-Moscú. Por mal que se jugase, aquella partida acababa con la hegemonía de Estados Unidos en Europa, a todas luces innecesaria una vez disuelto el enemigo. Todo esto no funcionó por varias razones.
Sin duda Washington lo percibió enseguida como una amenaza a sus intereses generales y actuó en consecuencia. Gorbachov pecó también de ingenuidad al no amarrar aquellos pactos en acuerdos y contratos sólidos, confiándose en acuerdos entre caballeros. Pero en Moscú sucedieron también cosas que facilitaron mucho que este escenario fracasara.
En agosto de 1991 se produjo el golpe de estado de quienes consideraron que se había ido demasiado lejos. El golpe fracasó, porque sus autores no dispararon contra la gente, como luego haría en octubre de 1993 Boris Yeltsin con el aplauso de Occidente, y sobre todo porque la estadocracia ya estaba muy metida en la perspectiva de una entrada en el mercado global con privatización etc. Con todo, el proyecto de Gorbachov para Europa, lo que llamaba la “Casa común europea”, podría haber sobrevivido a aquello. Pero en diciembre la emancipación y degeneración de la estadocracia rusa liderada por Yeltsin, disolvió la URSS. Ya sin Gorbachov siguieron diez años de juerga en la que las energías de los dirigentes de Moscú se centraron en el saqueo del patrimonio nacional (privatización), renunciando a toda política exterior autónoma. Eso hizo que Occidente le perdiera por completo el respeto a Rusia y se convenciera de que podía tratar con ella como con un vasallo. En cualquier caso, Rusia ya no daba miedo: recordemos que era la época en la que 5000 guerrilleros chechenos batían al ejército ruso en el Cáucaso del Norte.
En ese contexto las actitudes cambiaron radicalmente. Si Rusia era tan débil podía hacerse con ella cualquier cosa. Un conocido estratega americano -hoy asustado por lo que se ha visto en Ucrania y partidario de la “finlandización”- propuso en aquella época desmembrar Rusia en cuatro o cinco estados, con una república de Extremo Oriente, otra siberiana, una Rusia europea, una confederación caucásica, etc., etc.
Esa fiesta se acabó cuando, una vez concluido el asalto al supermercado, en Moscú decidieron poner orden. Putin ha sido eso: el restablecedor de un orden elemental.
En 2001, mientras los americanos se deshacían de algunos de los acuerdos de desarme más importante de la guerra fría (PRO- ABM) y descafeinaban otros, y mientras tras la caída de Milosevic en una de esas revoluciones de colores el Washington Post editorializaba anunciando que la siguiente jugada sería en Bielorusia y Ucrania, Putin propuso su colaboración a Bush en el esfuerzo “antiterrorista” posterior al 11-S. Cedió acceso a Afganistán por la puerta trasera de Asia Central ex soviética y cooperó en logística e inteligencia todo lo que pudo. Todo eso no sirvió para nada. En Europa las cosas siguieron igual.
Mientras las bombas calientes de la OTAN caían sobre Yugoslavia, Javier Solana venía a Moscú a mediados de los noventa a convencer a los rusos de que la ampliación hacia el Este del bloque occidental, rompiendo todas las promesas, no tenía nada que ver con seguridad ni confrontación: “ya no estamos en los pulsos militares de la guerra fría”, decía. Evidentemente nadie le tomaba en serio. Fue así como, a partir de mediados de los noventa, se decide ampliar la OTAN.
En la primera etapa ingresaron, en 1999, Republica Checa, Polonia y Hungría. En la segunda, (2004) Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumanía, Eslovaquía y Eslovenia. Este proceso se hizo paralelamente a las intervenciones en Yugoslavia (1995 Bosnia, 1999 Kósovo), cuya lectura externa era anular el único espacio no sometido a la nueva disciplina continental tras la guerra fría, y entre sucesivas advertencias rusas sobre “líneas rojas” (avances del bloque que serían considerados inadmisibles en Moscú) que fueron ignoradas. En la cumbre de abril de 2008 en Bucarest la OTAN se plantea el ingreso de Ucrania y Georgia, con la oposición de Francia y Alemania. Sigue en agosto el ataque de Georgia a Osetia del Sur y la respuesta militar rusa. Pese a aquella señal la OTAN sigue sin renunciar a la integración de ambos países y prosigue su ampliación, en 2009, con Albania y Croacia.
A lo largo de todo el proceso, la Unión Europea ha sido un claro actor y comparsa de esta expansión, sugiriendo siempre que el ingreso en la OTAN es antesala al ingreso en la UE. En mayo de 2008 se da un paso cualitativo con la “Asociación Oriental”, un acuerdo económico diseñado para excluir a Rusia de su entorno más vital, cuyo rechazo desencadenará el cambio de régimen en Kiev.
A lo largo de 25 años, mientras se le iba avasallando, Moscú no ha dejado de insistir en el esquema de Gorbachov: reclamando un esquema de seguridad continental integrado. Entre 2008 y 2013 seguí esa situación desde la Conferencia de Seguridad de Munich, el foro atlantista más importante al que se invita a Rusia. El discurso ruso siempre fue muy claro en ese foro. (http://blogs.lavanguardia.com/berlin-poch/munich-el-occidente-autista)
En 2007 Putin denunció directamente el juego sin reglas en el que se había convertido el intervencionismo occidental. Dijo, “el hermano lobo no pide permiso a nadie y come donde quiere”, o algo así. En 2008 advirtió que “si Ucrania ingresa en la OTAN dejará de existir” porque se partirá. En 2009 el Presidente Dmitri Medvedev propuso celebrar en Berlín, “una cumbre paneuropea, abierta a Estados Unidos (fíjense en el detalle) para “preparar un acuerdo sobre seguridad europea jurídicamente vinculante” que ponga fin a las actuales tensiones. En lugar de globalizar la OTAN, usurpando el papel de la ONU, Europa debe recrear la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (aquella OSCE de la Carta de París de 1990), dijo. Todo eso se ha venido repitiendo hasta la saciedad pero nunca fue motivo de titular de prensa o de telediario en Europa Occidental. En la visión que se nos ofrecía, el “problema de Rusia” no era su exclusión, manifiesta y provocadora, del sistema europeo, sino la esquizofrenia de sus “percepciones de amenaza”, se nos decía en los raros momentos en que alguien se interesaba.
Con Ucrania toda esta arrolladora serie acumulada a lo largo de 25 años ha explotado y los motivos son claros. El alineamiento euroatlántico de Ucrania (en eso consistía el cambio de régimen inducido por Occidente en Kiev) significaba una amenaza directa a Rusia:
A- Se truncaba el proyecto de un gran mercado integrado y con ello un aspecto crucial de la consolidación de Rusia en su espacio.
B- La red de oleoductos y gaseoductos por las que Rusia exporta energía y genera el grueso de su ingreso -las venas de Rusia- pasan en una gran parte por Ucrania. Su privatización las ponía en manos de multinacionales americanas.
C- En las bases de Crimea (Sebastopol ciudad de glorias militares rusas y soviéticas), se habrían abierto bases de la OTAN.
D- Los 20 millones de rusos y rusófilos de Ucrania, se quedaban en una situación probablemente parecida a la de los rusos de Letonia: ciudadanos de segunda.
E- Naturalmente, todo eso se habría vivido en Rusia como una derrota enorme, una especie de 1905, y, por supuesto el régimen de Putin se habría tambaleado.
Así que la reacción rusa estaba cantada. Y solo a un imbécil le pudo sorprender: el mismo imbécil que ha estado sembrando el caos desde el fin de la guerra fría entre Afganistán, Irak, Libia, Siria, Yemen, Irak de nuevo, etc.: Ese imbécil peligroso es el Imperio del Caos.
Veamos ahora lo que tenemos sobre la mesa y lo que se vislumbra.
V) Conclusiones
1-Por ahora se constata el fracaso de Kiev en el intento de vencer militarmente a Novorossia. También la definitiva orientación hacia occidente del Estado ucraniano de Kíev, antes bicéfalo. El cambio de régimen se ha reducido a un cambio de figuras oligárquicas. Todo lo que podía haber de social y popular en el Maidán se ha perdido por el camino.
2- Partición irreversible de Ucrania y definitiva separación de Crimea de ese Estado, lo que, teóricamente, complica e impide que Ucrania entre en la OTAN (los documentos de la Alianza, exigen entrar sin pleitos territoriales).
3- Eso significa para Moscú la pérdida de Ucrania -menos parte de Novorossia- a cambio de ganar Crimea. Una victoria rusa más que relativa. Sin embargo lo que cuenta y determina sanciones occidentales, es el desafío y el precedente de respuesta que se ha establecido desde Moscú.
4-Depende como –en condiciones de fuerte desgobierno en Kiev con mas peso de los proamericanos de Yatseniuk y Parubi y menos de los alemanes Poroshenko/Klichkó- posibilidad de ampliar el ámbito separatista en Ucrania. (Poroshenko ha perdido mucho en las últimas elecciones, con solo un 40% de participación en Odesa, y alta participación en las elecciones separatistas del Este). Moscú no está interesado en tal ampliación que hoy equivaldría a meterse en un avispero.
5-Sobre las regiones rebeldes de Lugansk y Donetsk: dudas europeas e interés alemán en un alto el fuego y una congelación de la situación. Pésima gestión de Merkel de ese dubitativo interés alemán, mientras los medios de comunicación alemanes se suman a la personalización-denigración (“Putin”) y caricaturización del conflicto, ignorando sus verdaderos motivos, igual que el resto de los medios europeos.
6- Rusia ha acabado en Crimea con el monopolio americano-occidental a destruir el derecho internacional: “Cuando me acorralan, yo también me apunto a ese juego sin normas”, es el mensaje que lanza Moscú. Rusia afirma el principio de no consentir más intromisión en su territorio (la celebre “defensa de la taigá” practicada por el oso polar que no se siente a gusto en latitudes cálidas, la alegoría evocada por Putin en el foro de Valdai, el 24 de octubre aquí en inglés: http://www.voltairenet.org/article185864.html. En cualquier caso, clara voluntad de Moscú de no ceder posiciones.
7-Probable efecto múltiple, dañino y estimulante de cambios productivos y de línea política, de las sanciones occidentales contra Rusia. A este respecto hay que tener en cuenta que a lo largo del siglo XX, Rusia siempre estuvo sometida a sanciones. Que a diferencia de entonces, ahora está inserta en la red de la economía mundial y que por tanto puede sufrir más. Que Rusia es un país grande y muy autosuficiente y que el castigo podría contribuir a que modifique sustancialmente su modelo económico en dirección hacia algún tipo de nueva y exótica síntesis rusa, revitalizando su complejo industrial-militar, corrigiendo su política monetaria e incrementando el estatismo de su economía.
8- Abundancia de expertos americanos, desde halcones como Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinski, hasta el ex embajador John Matlock, partidarios de la “finlandización” de Ucrania, es decir de tener en cuenta los intereses de seguridad de Moscú configurando un estatuto de neutralidad geopolítica para Ucrania.
9- Europa en recesión (también algo tocada por las sanciones de respuesta rusa) y dividida sobre su apuesta geoestratégica fundamental: reformar o no la jugada tradicional de Estados Unidos por separar a la Unión Europea de Rusia, utilizando para ello a Inglaterra, Suecia, Polonia, Rumania y los países bálticos. Hay reticencias ante ese escenario, en Italia, Hungría, Chequia, y Eslovaquia, más abiertos hacia Moscú, con la torpe y fundamental Alemania pensando y con Francia ausente.
10- El precedente del desafío al Imperio del Caos, le da a Rusia cierta posición de liderazgo moral en todo ese mundo emergente “no occidental”, BRIC´s etc.
11-Improbabilidad de un bloque chino-ruso.
12-Probable consecuencia de toda la partida. La apuesta de Putin sigue siendo la de Gorbachov: la Casa común europea. En la hipótesis más optimista, el resultado del conflicto de Ucrania podría retrasar unos cuantos años más la integración de Rusia en un esquema europeo de seguridad. En la más pesimista, la guerra de Ucrania consolida y anticipa el escenario de un conflicto global de grandes proporciones.